jueves, octubre 14, 2004

EL GUSTO POR LA MALDAD

Esta reseña de Torpedo fue publicada en El Reto el 14 de junio de 2002.
El gusto por la maldad.
En los años cuarenta del siglo pasado se consolidó uno de los géneros cinematográficos que han dejado una de las estelas más brillantes en el firmamento de la gran cultura: el cine negro.
La expresión cine negro fue acuñada en Francia en la década de los sesenta para establecer la equivalencia entre esta clase de películas y su referente inmediatamente anterior, la novela negra, que durante la década de los veinte y los cuarenta produjo un puñado de gloriosas obras firmadas por autores considerados por la intelectualidad de la época como escritores de segunda fila —todos ellos publicaban en revistas baratas llamadas genéricamente pulp porque estaban editadas en oscuro papel de pulpa, el más barato del mercado—, pero a quienes hoy el tiempo ha hecho justicia hasta figurar en letras de molde dentro de la historia de la literatura del siglo XX: ciertos pájaros de cuenta llamados Horace McCoy, James M. Cain, Dashiell Hammet, Raymond Chandler, David Goodis o Jim Thompson, son autores que relumbran con una oscura pero cegadora luz desde los fosos literarios del siglo XX.
Las expresiones cine negro y novela negra son, como digo, la traducción castiza de los términos film noir y roman noir, que si bien han tenido traducción directa y lozana al español, no la han tenido al inglés. En inglés se dejan los términos en francés, ya que por algo los franceses fueron los descubridores y panegiristas de una gran cultura americana —el jazz; los cómics; la teoría cinematográfica de autores y la reivindicación de los géneros menores; la novela negra—, pero también acuñaron un término para referirse a la misma: hard-boiled, esto es, de difícil cocción, duro. El origen del término serie negra procede de la Francia de mediados de los años cuarenta, cuando un astuto editor llamado Marcel Duhamel decidió inaugurar una colección dedicada a los autores duros del panorama americano, y para ello creó una colección de portadas oscuras a la que bautizó como la Série Noire. Debido al éxito de la colección el término novela negra se hizo genérico, y al adquirir en Francia visos de gran literatura, pronto contagió al mundo entero.
Tanto la novela como el cine negro eran una superación con creces del manido esquema, pero todavía popular en los tiempos que corren, de la clásica novela- problema al que bien sacaron su pringue autores como Agatha Christie, Stanley Gardner o S.S. Van Dine. Estos escritores presentaban crímenes que transcurrían en el alto mundo por el que suspiraban sus lectores y que generalmente eran resueltos por detectives geniales y extravagantes capaces de ver pruebas incriminatorias entre el grito de una lechuza en Birmingham y el asesinato de un aristócrata cometido en Stockton por medio de cerbatana malaya.

La novela negra, y su plasmación o influencia en algunas de las mejores películas de finales de los treinta y de toda la década de los cuarenta, presentaba con respecto a este modelo algunas variantes esenciales: los crímenes no transcurrían necesariamente en el Alto Mundo, y si lo hacían, los resolvía un detective remendón que ponía en la picota la higiene moral de las clases acomodadas; la novela negra, al contrario que la novela problema, que era pseudocientífica y eminentemente deductiva, hacía énfasis en los conflictos sociales y en la corrupción del sistema policiaco y legal, no siendo de extrañar cuando muchos de sus fundadores procedían de las filas de la izquierda nortemericana; la novela negra, al contrario que la novela-problema o novela-enigma, estaba escrita en un estilo ágil, duro y a menudo callejero al que, no en vano, buenos conocedores del inglés de Shakespeare supieron sacarle al idioma brillantes destellos de poesía urbana. Pero por encima de todo, la novela negra es grande porque sistemáticamente pone en duda la supuesta integridad del Sistema y la teórica bondad del ser humano. La novela-problema está directamente relacionada con la lógica filosófica, a la que manipula y homenajea, pero la novela negra está más relacionada con el aliento trágico de Edipo Rey y de Macbeth.
Desde aquel brillante periodo de pioneros hasta ahora, y consagrado el género como una de las grandes aportaciones del siglo XX, los arquetipos clásicos han ido evolucionando conforme la realidad de nuestro entorno se ha ido haciendo más dura, y en algunos casos los iconos clásicos de aquel tiempo han sido divertidamente parodiados —ahí tiene ¿Quién engañó a Roger Rabbit?—; pero lo que sí es cierto es que el género goza de muy buena salud, tanto en la novela como en el cine o el cómic. Su prestigio es tal que muchos autores serios no sólo han recurrido a sus registros elementales, sino que han desbordado las limitaciones que impone todo género para construir con ellos novelas que rebasan cualquier esquema hasta convertirse simple y llanamente en grandes novelas.
¿Es tan popular la novela negra en México como lo es en otras latitudes? Desgraciadamente, la respuesta es contundente: no. ¿Por qué? Quizá porque México vive inmerso en el universo de la novela negra, no como algo excepcional que viene a poner a prueba la limpieza del sistema, sino porque el sistema ya demostró hace tiempo haberse resquebrajado por todas partes. Muchos pensarán: ¿para qué voy a gastar el poco dinero que me queda después de pagarle a la Comisión Federal de Electricidad en comprar una novela donde me cuenten quién mató a quién entre las calles 28 de diciembre y la 34 de febrero, si para mi desgracia lo leo todos los días en los diarios? La reacción es lógica: no existe morboso gusto por la maldad libresca donde la maldad reina por todas partes; por otra parte, no es lo mismo. Cuando la constancia del crimen, de la corrupción y, en definitiva, de la imperfección humana abandonan la triste reiterada constancia de los diarios para transformarse en literatura, adquieren una dimensión poderosa y duradera que no tienen cuando son peregrina nota de las calamidades citadinas. Adquiere una repercusión, el arte las desprende de la grisedad de lo cotidiano para adquirir la contundencia de un martillo.

Antes he mencionado el gusto libresco por la maldad, e incluso, la parodia de los modelos clásicos de la novela negra. ¿Es posible la conciliación de ambas cosas? No sólo es posible, sino incluso cuando puede darse, es deseable, siempre y cuando parodiemos modelos que hoy están agotados y que responden a conflictos sociales y económicos ya lejanos. Lo contrario podría ser morboso e inquietante.

Basándose precisamente en los grandes autores de la novela negra y en la influencia que ésta tuvo en el mejor cine clásico de Estados Unidos tenemos a dos autores españoles que, desde hace más de veinte años, vienen haciéndose un hueco en las bibliotecas de los coleccionistas del mejor cómic mundial. Uno es guionista y se llama Enrique Sánchez Abulí; el otro es uno de los mejores moneros europeos y se llama Jordi Bernet. Ambos han creado la única serie europea cuyo éxito ha sido tan grande que por un tiempo consiguió tener su propio comic-book en Estados Unidos, un mercado casi absolutamente copado por los super heroicos volatineros. La serie se llama Torpedo, ha alcanzado su volumen número trece y éste se titula Cuba.

Torpedo nació como protagonista de su propia serie a principios de los años ochenta en historias autoconclusivas de siete u ocho páginas que se publicaban en la revista mensual Creepy, versión hispana del mítico título de la americana Warren Publishing que, en los años sesenta, se atrevió a publicar pepines para adultos desafiando al Comics Code Authority de siniestros orígenes macarthistas. Josep Toutain, el editor español de Creepy y referencia obligada de que hoy España sea uno de los grandes productores de la mejor narrativa gráfica del mundo —junto con Francia y Bélgica, Italia, Estados Unidos y Japón— queriendo dar un cambio de orientación a la revista y que ésta dejase de ser una publicación dedicada exclusivamente al género de terror, propuso al guionista Enrique Sánchez Abulí la creación de un personaje duro y sin concesiones dentro de la más auténtica tradición del género negro, y Abulí creó a Luca Torelli, conocido en el ambiente como Torpedo: un asesino a sueldo sin piedad, pudor ni respeto alguno por el ser humano. Un tipo capaz de violar, robar o matar sin un pestañeo. Pero además, Toutain guardaba un as en la manga: merced a sus muchos contactos y prestigio internacional —en los años sesenta, Toutain se hizo famoso por llegar a Estados Unidos con sus españolitos a colonizar el imperio y elevar notablemente el listón de la calidad—, había conseguido que toda una leyenda viviente del medio como Alex Toth se comprometiera a dibujar al personaje. Sin embargo, Toth sólo pudo dibujar las dos primeras historias, ya que la dureza de Torpedo (inusitada para la época) le planteó conflictos morales. Es entonces cuando el gran maestro se retira de Torpedo y éste es retomado a los pinceles (¡y qué pinceles!) por el catalán Jordi Bernet, segunda generación de moneros y, hoy, uno de los grandes maestros del dibujo europeo. Lo demás es historia: Torpedo se convierte en un boom, primero en España, luego en Francia y en el resto de Europa, hasta que en unos años consigue tener su propia revista en el mercado norteamericano.

Cuba es la última entrega del personaje, y de nuevo vuelve a hacerlo en el formato de historia larga, un formato que, para bien o para mal, se impuso cuando el personaje traspasó las fronteras y se convirtió en referencia internacional. Se trata de un relato de 46 páginas, editado con las características del formato europeo de álbum: buen papel, impresión de calidad en color y tapa dura por algo más de diez dólares. Torpedo y su compinche Rascal —el bufón oficial de la serie— llegan a Cuba con el encargo de asesinar a un gángster, ex amante de un capo de Nueva York. Después algunos cómicos encontronazos con el individuo y sus secuaces, el gángster será aniquilado por la guerrilla cubana comandada por Fortín, parodia de Castro. Por muy repulsivo que sea el personaje de Torpedo, en los últimos tiempos la dureza inicial ha ido desapareciendo para dejar paso al vodevil y a la parodia de las convenciones del género, característica que si bien está latente en toda la obra —ya que el escritor Enrique Sánchez Abulí es un maestro del retruécano y ha dado multitud de quebraderos de cabeza a los traductores— también es más acusada en los últimos tiempos. Abulí es mucho más que un guionista de pepines, es un escritor que en sus trabajos busca también una parodia de la cultura, tanto cinematográfica —ya evidente, a partir del tema— como literaria —alusiones paródicas a Kipling o a Graham Greene—. Los homenajes cinematográficos y al mismo medio comiquero (siendo uno de los mejores hallazgos de la obra el homenaje que hace el autor a los Dalton de la serie Lucky Luke, escrita en sus momentos de gloria por René Goscinny) no sólo son continuos, sino que engarzan los diversos episodios de un relato que, si bien no logra superar el prodigio de concisión que eran las historias cortas de Torpedo, sí sigue siendo una fuente de disfrute para el aficionado a la narrativa gráfica.

En el medio se dice que, cuando un guión es bueno, da igual que lo dibuje el hijo de cinco años del guionista porque el resultado será una buena obra. Es una exageración, claro, pero esconde dosis de verdad: si el medio es adulto, debe contar una historia que interese a adultos con un coeficiente intelectual normal, y esto es más importante que el dibujo. Cuando un guionista como Abulí cuenta, además, con un dibujante tan versátil con los trazos, sombras y volúmenes como lo es Bernet, los resultados son muy gratificantes. Existe entre ambos artistas una compenetración que, cuando se da entre artistas del medio, produce resultados excelentes, y éste es el caso, cuyo ejemplo climático sería la balacera entre mafiosos que se da en medio de un huracán, con todas las implicaciones de teatro del absurdo y homenajes cinematográficos que tienen lugar en apenas cuatro páginas: los hermanos Marx, Buster Keaton, Fellini...

Y tampoco puedo cerrar esta reseña sin mencionar un aspecto que ha dado fama mundial a Bernet: sus mujeres. Como decía el gran guionista francés Jean Michel Charlier, hay dibujantes que no saben dibujar mujeres, y dibujantes que aunque las dibujen bien no pueden inspirar nada con ellas, pero ese no es el caso de Bernet. Sus modelos, que son una estilización donde nada-falta-y-nada-sobra del prototipo impuesto por Rita Hayworth en los años cuarenta, no tienen desperdicio. Que Torpedo es un hijo de perra y un cerdo machista es algo en lo que todos estamos de acuerdo; en que las mujeres de Bernet son hermosas y justificarían por sí solas comprar sus tebeos si los guiones los escribiese su hijo de cinco años, también.

Enrique Sánchez Abulí y Jordi Bernet, Torpedo 1936: Cuba. Ediciones Glénat. Barcelona, 1996. [Serie Torpedo, 13].

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