domingo, enero 25, 2009

MAMÁ Y LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ

Mi amigo José Antonio Ortega Anguiano me ha enviado un emotivo texto donde explica las razones sentimentales por las cuales Lo que el viento se llevó es su película . No he podido dejar de pedir permiso a José Antonio para reproducirlo aquí sin quitar ni poner una coma. Gracias, José Antonio.

MAMÁ Y LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ
José Antonio Ortega Anguiano

Yo fui uno de aquellos mortales afortunados que tuvieron la suerte de verla en un cine de pantalla enorme...

La primera vez fue cuando tenía unos once o doce años y en una de las reposiciones. Fui con mi hermana y mi madre al Cine Magdalena, la sala de mi barrio. Como no tenía aún la edad reglamentaria, ambas debieron convencer al portero para que me dejase acceder a la sala. Era un día de invierno, laborable, la segunda y última sesión y era poco probable que apareciese un inspector de aquellos del franquismo que se habían atribuido la patria potestad de la limpieza de conciencia de un país entero. De la proyección sólo recuerdo la sensación de estar viendo algo que ni remotamente se parecía al cine al que estaba acostumbrado. Era “la película de ambas” y salí del cine haciéndola también mía...

Años después la vi otra vez en TODD-AO cuando al adaptar la imagen del formato ¾ a 70mm los primeros planos cortaban la frente y el mentón de los protagonistas y los colores aparecían desvaídos debido al aumento de la imagen, pero, el sonido estereofónico conseguido por medios técnicos a partir de un original en mono hacían de aquella obra algo tan grande que ni sus hacedores hubieran podido soñar jamás.

Luego, como no existía el vídeo, maté la espera de una ocasional reposición leyendo la novela y aún me gustó y la disfruté más.

Hasta fuimos mi madre y yo a verla por enésima vez cuando casi la quitaban debido al tiempo que llevaba en cartel en los primeros setenta. Íbamos tarde y para no perdernos la música de la obertura del reparto, saqué las entradas con tanta prisa que no me di cuenta que ya no la ponían hasta que no estábamos dentro y sentados en la butaca. En su lugar, vimos el spaghetti western más deplorable que haya podido salir de las tierras de Almería. Pero, ésta no fue la última vez que (no) la vi en el cine.

Hubo alguna reposición más. Rosa, mi mujer, no la conocía. En nuestro viaje de novios, en Londres, nos topábamos en cada esquina y en los muros del metro con su arrebatador cartel, pero, no la vimos en versión original porque se estaba proyectando en nuestra ciudad y hubiese sido una “traición” hacia mi madre irnos al cine sin ella. Pocos días después de nuestro regreso, fuimos los tres a verla.

Después, el vídeo mató la estrella del cine y sólo pudimos disfrutarla en TV. En las ocasiones en que se proyectó tras ésta, siempre, como un ritual, nos acompañó mi madre.

Pocos años antes de morir, compré una copia en vídeo de dos cintas en la que venía un impagable "cómo se hizo" y aún recuerdo cómo disfrutó la abuela viendo ambas cintas y cómo volvió a hacerme aquellos vehementes comentarios de alguien que amaba el cine...

Después de morir el 5 de febrero de 2002, no conseguí ver la película completa ni en los pases por TV ni en la copia que compré en DVD porque mamá no estaba ya para lanzarme su mirada cómplice cuando Belle Watling hablaba con Melanie en el coche y se quitaba o ponía la toca convirtiéndola en un símbolo de la impureza o el pudor de una mujer pública; cuando Escarlata movía sus increíbles ojos a derecha e izquierda mientras el borracho y atormentado Rhett trataba de sacarle a Ashley Wilkes de la cabeza; cuando ocultaba la pistola antes de matar al yanqui desertor que había tenido la osadía de tomar el costurero de su madre; cuando sucia y desgreñada acababa de hacer su juramento; o cuando canturreaba recreándose en la noche pasada con Rhett tras subirla en brazos escaleras arriba en aquella escena increíblemente llena de sensualidad.

Durante varios años tuve un inmenso deseo de volver a verla, pero, me dolía enfrentarme a sus imágenes como quien se reencuentra con una antigua amante a la que aún quiere, por lo que la quitaba del reproductor de DVD al poco de iniciada.

No hace mucho la he visto en una pantalla de televisión de más de un metro, sin dolor, pero con la admiración de siempre. Mi madre ya no estaba, pero, de alguna manera, volví a sentir cómo la pasión que sentía ella por el filme se mezclaba con la mía.

Entonces, supe con certeza que “Lo que el viento se llevó” fue, es y será siempre "nuestra película".

miércoles, enero 21, 2009

UN CAÑONAZO EL DÍA 1 DE ENERO

Comencé el año por todo lo alto, disparando por primera vez un cañón en mi casa nueva. No, no me refiero a uno de esos estruendosos artefactos que tanto abundaban por las páginas de la magistral serie de piratas El Cachorro, de Iranzo, sino de uno de esos videoproyectores popularmente llamados cañones que, tras ser conectados a un reproductor de deuvedés, convierten una blanca pared en esa pantalla de plata que llamamos cine. Año nuevo, vida nueva, cine nuevo… o, mejor dicho, cine clásico visto como si fuese cine nuevo.

Dediqué media tarde y buena parte de la noche a ver en mi cine casero una película de ensueño: Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939), y no exagero si os digo que fue el mejor 1 de enero de mi vida. Yo creía haber visto Lo que el viento se llevó, y era mentira. Creí verla por primera vez, sin llegar a verla, durante una lejana noche española, en versión doblada y por la televisión. Me gustó mucho, por supuesto, pero no me gustó todo lo que debía gustarme, porque en el fondo no la vi como debe ser: en una pantalla que te permita la inmoersión en uno de los delirios pictóricos y musicales más deliciosos de todos los tiempos. Este 1 de enero vi por primera vez Lo que el viento se llevó, en pantalla grande y versión restaurada (la edición en cuatro discos de 2004). La vi de veras, fumando cuando Rhett Butler fumaba, y apurando también con los personajes, por qué no, unos tragos de whisky que por primera vez sabía no sólo a whisky, sino también a cine y rosas del Sur.

Este 2009 se cumplen los 70 años de estreno de Lo que el viento se llevó. 70 tacos, casi una vida humana. Más que una vida humana, incluso (Clark Gable murió a los 59 años; Vivien Leigh a los 54). Lo que el viento se llevó, vista hoy con los ojos de hoy, provoca sensaciones que un espectador de otro tiempo podía albergar sin vergüenza. Hoy día, tiempos de funambulismo intelectual en que lo mismo se reivindica como arte una película de Santo, el enmascarado de plata, que una taza de váter pintada de colores, Lo que el viento se llevó es una experiencia sentimental; un viaje en el tiempo más allá de los límites de la hipersensibilidad que podría permitirse el cine comercial contemporáneo. Quizá Lo que el viento se llevó fuese un bodrio para los intelectuales de su época (Henry Miller la vilipendiaba con ganas en uno de sus libros), pero hoy día, después de todo lo que ha llovido y hasta granizado, es lo más parecido a ver cómo se abren los cielos y se precipitan sobre la tierra los arcángeles.

Se ha dicho que es un film kitsch, pero esto es falso. Lo kitsch es sólo una imitación barata, y fuera lo que fuese que imitara Lo que el viento se llevó, lo imitó con una maestría que ya quisieran muchos de ayer y de hoy. Se ha desdeñado también el film por su baile de directores (acabó firmando el anodino Victor Fleming), y por el excesivo entrometimiento de su productor, el omnipresente y latoso Selznick. Se ha dicho que era un vulgar producto de consumo. Disiento. Creo que a lo largo de las décadas Lo que el viento se llevó ha sido víctima de dos factores: la teoría de los directores/autores (que incumple de principio a fin, porque no puede asentarse la autoría de ningún director, sino sólo de su productor), y el hecho, tan constatable como cierto, de que Lo que el viento se llevó es una película de mujeres (aunque no sólo para mujeres). Pocos filmes del cine clásico, y ninguno tan largo como éste, da tanta importancia a los personajes femeninos. Empezando por Scarlett O´Hara (la portentosa lluvia de matices: Vivien Leigh) y Melanie (la dulce Olivia de Havilland), pasando por la impagable Mammie (Hattie McDaniel) y otras estupendas actrices que van y vienen y que, por lo general, siempre, tienen más peso que los hombres dentro de la trama. Quite usted al ñoño de Ashley interpretado por Leslie Howard, es que incluso el poderoso Rhett Butler (magnífico Clark Gable) palidece cuando Vivien Leigh se pone a su lado y da uno de los más grandes repertorios actorales que se le permitieron a una actriz en el Hollywood clásico. Y es que, si la película es de las mujeres, sobre todo es de Vivien Leigh. Y claro, el segundo factor era este que pretendía explicar: que una película de mujeres no ha podido tener esa apreciación crítica durante décadas, unas décadas, no hemos de olvidarlo, en que la mayoría de los críticos serios de cine eran eso: críticos y hombres. El auge actual de los llamados estudios "de género" tendrá algo que decir, si no lo ha dicho ya, sobre la relevancia de este film en los cánones de la belleza cinematográfica.

Vista con los ojos de hoy, Lo que el viento se llevó parece un milagro, y no cualquier milagro, que milagros de los otros hubo muchos, sino un milagro que dura cuatro horas. Mucho pedir para un milagro, creo yo. Todos los que intervinieron en el film, y esto se nota, eran conscientes de estar participando en el proyecto más grande de su vida. Y la verdad, y esto no se nota en el cansancio sino en el entusiasmo vertido, casi todos pusieron a prueba sus fuerzas hasta la extenuación. Y vista con los ojos de hoy, a la luz de esos colores imposibles restaurados hasta lucir como en el estreno de 1939, con esa banda sonora de Max Steiner y ese romanticismo subido de tono, pero nunca kitsch, Lo que el viento se llevó es una película no sólo recuperable como un clásico fundamental de la memoria sentimental del siglo XX, sino también como una obra de arte superlativa fruto de la sensibilidad de unos tiempos que, eso sí, eran más humanistas y sensibles que los nuestros (aunque fuesen también más crueles). Lo que el viento se llevó es todavía, y quizá hoy más que nunca, la Capilla Sixtina del cine clásico americano: un espectáculo pictórico impresionante que para muchos querrá decir todo, y para otros, no querrá decir nada.