Jean Cocteau se asomó a esa laguna espejada que fue el cine, y en ella pescó peces invisibles. Poeta total, en sentido helénico: un hacedor. Un poeta que rodaba cine. Un poeta opiómano: habituado a recorrer los pasillos neblinosos que comunican realidad y fantasía. La bella y la bestia, filme suyo de 1945, es la adaptación del cuento que todos conocemos antes de conocerlo, porque todos alguna vez nos hemos soñado bestias. Era el caldo de cultivo ideal para la musa de Cocteau: un film lleno de esa prístina poesía primigenia que contienen los cuentos populares, pero también de esa poesía culta que podía transmitir un hombre como Cocteau, vórtice de vanguardias artísticas del siglo XX, onírico o embriagado testigo de la realidad a la que devolvió símbolos esenciales. La bella y la bestia rezuma una ligera y fresca sensación de cine alado a través de escenarios de ensueño e imágenes donde florece como un milagro lo inaprehensible. Josette Day es la bella conmovedora ante Jean Marais, que nos representa a nosotros, bestias conmovidas. Todo el film enchina la piel de principio a fin, como esos sueños que nos dejan en la boca de la mañana el aliento de unos labios que nos han besado con una intensidad mayor que la de la carne.
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