jueves, febrero 21, 2013

PLINIO (1972), UN CLÁSICO DEL POLICIAL IBÉRICO

Hay un consenso al asegurar que los creadores de la novela policiaca española fueron Mario Lacruz, con su fundacional El inocente, y Francisco García Pavón (1919-1989) con su ciclo de cuentos y novelas de Plinio, jefe de la policía de Tomelloso (de donde Pavón era originario). Este jefe de policía, con la ayuda del pintoresco don Lotario, veterinario del pueblo y contrapunto cómico a la gravedad de Plinio, fueron protagonistas en la resolución de múltiples casos que transcurren en esa España cañí y todavía del subdesarrollo. Paralelamente a estos Lacruz y Pavón se desarrolló en España una línea alterna de novela negra “a la americana” que sólo hoy parece ser reivindicada desde ciertos ángulos: me refiero a las numerosas colecciones de kiosco que produjeron durante décadas “proletarios de la tecla” como Silver Kane, Louis G. Milk, Clark Carrados o Lou Carrigan, nombres anglosajones todos que escondían a escritores españoles. Eran aquellos bolsibros que, una vez leídos, se cambalacheaban unos por otros en kioscos, librerías de segunda mano y tenderetes diversos. Luego llegarían los Vázquez Montalbán, Juan Madrid o Andreu Martín; González Ledesma se quitaría la máscara de Silver Kane, y en fin, arribaría el moderno policial a la España que salía del franquismo y se introducía por los ilusionantes vericuetos de la transición. 
Y hete aquí que, durante estos días pasados, estuve repasando la miniserie (doce episodios de media hora) que RTVE dedicó al genial policía de Tomelloso, interpretado por Antonio Casal, y Alfonso del Real como don Lotario. Se trata de una serie estrenada en 1972 y rodada durante todo el año anterior, aunque los relatos de Plinio comenzaron ambientados durante la dictadura de Primo de Rivera, de ahí dieron un salto hacia el franquismo y las últimas historias creadas por García Pavón transcurrieron en los primeros años de la democracia. En algunos episodios chirrían un poco las referencias anteriores a la Guerra Civil. Ni el gran Plinio ni don Lotario envejecieron durante este trayecto, como abstracciones geniales que fueron de la novela policiaca española, más símbolo y mito que entidades de carne y hueso y retrato sociopolítico de su tiempo. 


La dirección fue siempre de Antonio Giménez Rico, los guiones de José Luis Garci, y la Fotografía de José Luis Alcaine, funcional por lo general, y excelente cuando puede permitirse el hacer postalismo de un Tomelloso del tardofranquismo, rural y pobre, que tantos recuerdos puede traernos a quienes ya deambulábamos por esa España a principios de los años 70.

Lo más grande de esta serie son las inolvidables caracterizaciones como Plinio y don Lotario de los grandísimos actores Antonio Casal (1910-1974) y Alfonso del Real (1916-2002), actores de los de antes de pura cepa, hechos a sí mismos en decenas de películas, innumerables obras de teatro y Estudios 1 de aquellos años, hoy absolutamente mitológicos por apostar por poner al alcance de todos la alta cultura teatral. Hacía poco, por ejemplo, que veía a Antonio Casal en ese film extraño y mágico, mucho más citado que conocido: La torre de los siete jorobados, del heterodoxo Edgar Neville. Quizá la serie Plinio sólo tuvo una temporada porque, a pesar de su éxito, Antonio Casal fallecería poco tiempo después. Y en esta serie sobre todo es Casal quien compone un Plinio humilde, tozudo, sentimental, hogareño, de un provincianismo dulce; pero firme en el seguimiento de sus intuiciones o “pálpitos”, como él los llama, y a veces, llevado por su buena fe, involuntaria pero definitivamente torpe. El largo primer plano con que cierra el último episodio, con un Antonio Casal/Plinio reaccionando ante lo que le escribe su hija desde Tomelloso demuestra la versatilidad de este actor para expresar emociones con la mirada, con el gesto que se demuda poco a poco, del patetismo a la ternura. Un tour de force actoral impagable.

Aunque hoy pueda parecer una serie demodé por la época en que fue rodada, lo cierto es que toca de puntillas algunos temas escabrosos (como los “topos” de la “cáscara amarga” que debieron esconderse después de la Guerra Civil), y ofrece al menos un par de imágenes que podríamos considerar “fuertes” para su tiempo, aunque no fueran más allá de la imaginería habitual de El Caso. Los episodios cortos de la serie son los más flojos, quizá por la dificultad de comprimir un relato en apenas veintitantos minutos. Bueno el del asesino de la actriz La Flor de Montmartre (El huésped de la habitación número 5), muy regular el del extorsionador, definitivamente malo el de la actriz de Hollywood que se esconde en un cortijo (Fusiles en Tampico) con sus tópicos sobre la bondad de los animales y la maldad humana, imprecisa y fallida El Hombre lobo. En cambio, en las historias largas en dos partes, y en la única de tres (Las hermanas coloradas) los personajes respiran mejor y las situaciones son más disfrutables, así como se captan mejor las atmósferas y ambientes.

Buenos guiones, buena dirección, formidables interpretaciones. En general, el visionado resulta una delicia, un clásico a repescar por todos aquellos interesados en la historia y evolución de la novela policiaca española.

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