Hay un consenso al
asegurar que los creadores de la novela policiaca española fueron Mario Lacruz,
con su fundacional El inocente, y Francisco García Pavón (1919-1989) con su
ciclo de cuentos y novelas de Plinio, jefe de la policía de Tomelloso (de donde
Pavón era originario). Este jefe de policía, con la ayuda del pintoresco don
Lotario, veterinario del pueblo y contrapunto cómico a la gravedad de Plinio,
fueron protagonistas en la resolución de múltiples casos que transcurren en esa
España cañí y todavía del subdesarrollo. Paralelamente a estos Lacruz y Pavón
se desarrolló en España una línea alterna de novela negra “a la americana” que
sólo hoy parece ser reivindicada desde ciertos ángulos: me refiero a las
numerosas colecciones de kiosco que produjeron durante décadas “proletarios de
la tecla” como Silver Kane, Louis G. Milk, Clark Carrados o Lou Carrigan,
nombres anglosajones todos que escondían a escritores españoles. Eran aquellos
bolsibros que, una vez leídos, se cambalacheaban unos por otros en kioscos,
librerías de segunda mano y tenderetes diversos. Luego llegarían los Vázquez
Montalbán, Juan Madrid o Andreu Martín; González Ledesma se quitaría la máscara
de Silver Kane, y en fin, arribaría el moderno policial a la España que salía del
franquismo y se introducía por los ilusionantes vericuetos de la transición.
Y hete aquí que,
durante estos días pasados, estuve repasando la miniserie (doce episodios de
media hora) que RTVE dedicó al genial policía de Tomelloso, interpretado por Antonio
Casal, y Alfonso del Real como don Lotario. Se trata de una serie estrenada en
1972 y rodada durante todo el año anterior, aunque los relatos de Plinio
comenzaron ambientados durante la dictadura de Primo de Rivera, de ahí dieron
un salto hacia el franquismo y las últimas historias creadas por García Pavón
transcurrieron en los primeros años de la democracia. En algunos episodios
chirrían un poco las referencias anteriores a la Guerra Civil. Ni el gran
Plinio ni don Lotario envejecieron durante este trayecto, como abstracciones
geniales que fueron de la novela policiaca española, más símbolo y mito que
entidades de carne y hueso y retrato sociopolítico de su tiempo.
La dirección fue
siempre de Antonio Giménez Rico, los guiones de José Luis Garci, y la Fotografía
de José Luis Alcaine, funcional por lo general, y excelente cuando puede
permitirse el hacer postalismo de un Tomelloso del tardofranquismo, rural y
pobre, que tantos recuerdos puede traernos a quienes ya deambulábamos por esa
España a principios de los años 70.
Lo más grande de
esta serie son las inolvidables caracterizaciones como Plinio y don Lotario de
los grandísimos actores Antonio Casal (1910-1974) y Alfonso del Real
(1916-2002), actores de los de antes de pura cepa, hechos a sí mismos en
decenas de películas, innumerables obras de teatro y Estudios 1 de aquellos
años, hoy absolutamente mitológicos por apostar por poner al alcance de todos
la alta cultura teatral. Hacía poco, por ejemplo, que veía a Antonio Casal en
ese film extraño y mágico, mucho más citado que conocido: La torre de los siete
jorobados, del heterodoxo Edgar Neville. Quizá la serie Plinio sólo tuvo una
temporada porque, a pesar de su éxito, Antonio Casal fallecería poco tiempo
después. Y en esta serie sobre todo es Casal quien compone un Plinio humilde,
tozudo, sentimental, hogareño, de un provincianismo dulce; pero firme en el
seguimiento de sus intuiciones o “pálpitos”, como él los llama, y a veces,
llevado por su buena fe, involuntaria pero definitivamente torpe. El largo
primer plano con que cierra el último episodio, con un Antonio Casal/Plinio
reaccionando ante lo que le escribe su hija desde Tomelloso demuestra la
versatilidad de este actor para expresar emociones con la mirada, con el gesto
que se demuda poco a poco, del patetismo a la ternura. Un tour de force actoral
impagable.
Aunque hoy pueda
parecer una serie demodé por la época en que fue rodada, lo cierto es que toca
de puntillas algunos temas escabrosos (como los “topos” de la “cáscara amarga”
que debieron esconderse después de la Guerra Civil), y ofrece al menos un par
de imágenes que podríamos considerar “fuertes” para su tiempo, aunque no fueran
más allá de la imaginería habitual de El Caso. Los episodios cortos de la serie
son los más flojos, quizá por la dificultad de comprimir un relato en apenas
veintitantos minutos. Bueno el del asesino de la actriz La Flor de Montmartre
(El huésped de la habitación número 5), muy regular el del extorsionador, definitivamente
malo el de la actriz de Hollywood que se esconde en un cortijo (Fusiles en
Tampico) con sus tópicos sobre la bondad de los animales y la maldad humana,
imprecisa y fallida El Hombre lobo. En cambio, en las historias largas en dos
partes, y en la única de tres (Las hermanas coloradas) los personajes respiran
mejor y las situaciones son más disfrutables, así como se captan mejor las
atmósferas y ambientes.
Buenos guiones,
buena dirección, formidables interpretaciones. En general, el visionado resulta
una delicia, un clásico a repescar por todos aquellos interesados en la
historia y evolución de la novela policiaca española.
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