Acabo de leer (y gozar) una veintena de ejemplares de Chanoc, una serie que no dirá mucho a muchos, ni siquiera en México (pienso, por ejemplo, en los veinteañeros). Creada literariamente por Martín de Lucenay, tuvo en Ángel Mora su creador gráfico más importante (casi único, porque cuando Mora desaparece del menester de lápices y tintas, la serie se resiente mucho). Su primera aparición data de 1958, y tras la prematura muerte de Lucenay fue prolongada por Pedro Zapiain Fernández y más tarde por Conrado de la Torre.
Chanoc, que tenía el subtítulo de Aventuras de mar y selva, contaba entre sus protagonistas al apuesto Chanoc y su padrino Tsekub Baloyán, pescadores del Golfo de México que pilotan el barco Maley II por las costas de Ixtac. Tsekub, fanfarrón, mujeriego y bebedor contumaz de barricas de cañabar, es el contrapunto cómico del héroe marinero, una especie de Tarzán de aventuras submarinas que combate contra tiburones, cocodrilos y peces espada, además de toda clase de contrincantes humanos en parajes selváticos llenos de pigmeos o caníbales, hombres prehistóricos y pintorescos malvados que a veces son más tontos que otra cosa. Es una mezcla del mito de todas las selvas, ya que en la serie Chanoc se mezclan los arquetipos de la aventura selvática, desde la tropical a la amazónica pasando por la tradicional selva africana, puesto que los parajes que evoca la serie son inexistentes.
Además, pronto las aventuras se hacen más largas y hasta Tsekub, tras muchos desvelos inmerso en una intriga internacional, se dirige a la ONU para advertirles que tienen la obligación de alimentar a 600 millones de bocas hambrientas, y esta obligación es mejor que gastar los recursos económicos en armas. Como siempre ha ocurrido, la cordura del mexicano de a pie nada tiene que hacer cuando se enfrenta a la irracionalidad de gobernantes chupópteros de cualquier nacionalidad. ¿Ecos de Chaplin y de Cantinflas? Seguro. Y también de Aristófanes y de Villon. Una quejumbre de justicia eterna, más que clásica.
En el número 364, ultima página, se nos menciona al Sabio Monsiváis, quien inventa en el número 375 una manera de volver invisible a Tsekub. Se trata de un tebeo de 1966, y el pintoresquísimo “sabio Monsiváis” (véase la página de arriba) no es otro que el verdadero Carlos Monsiváis (1938-2010), antorcha de la inteligencia en México y recientemente fallecido para tristeza de muchos y solaz de bárbaros por todas partes. Monsiváis, que tuvo fama en su infancia de niño prodigio y fue durante toda su vida amante de los cómics y de la cultura popular de México, se convirtió en personaje recurrente cuyos inventos nunca fallan. Tuvo así, en vida, un maravilloso homenaje como pocos amantes de los tebeos han tenido: el de participar como secundario de lujo en una serie de cómics que él seguía con fruición.
El mejor Chanoc fue el de una serie de aventuras compleja en su sencillez. El trazo de Angel Mora es robusto, vigoroso y dinámico, perfecto para el dibujo de las bestias salvajes en acción, pero también detenido y sensual para dibujar féminas. Influido por los maestros americanos de los 50 y 60, pero con el pincel bien hundido en la tradición del pepín mexicano. Un dibujante de raza, curtido en mil batallas, que hoy vive una tranquila vejez recordado por los más viejos e injustamente olvidado por la generación MTV. Recientemente compré unos originales suyos de Chanoc. Pronto les pondré marco para presumírselos a mis cuates más momios.