Simba-Kan es otra de esas series castizas del tebeo español que aprovecharon el tirón cinematográfico del péplum para servir a los jóvenes lectores de la época aventuras trepidantes ambientadas en el viejo mundo romano. Publicada por Editorial Marco dentro de la colección Cheyene en 1959, aprovechaba además el tirón que entre la chiquillería de la época tenía la simpar saga de El Jabato (Mora y Darnís). No fue la única serie de su tiempo de temática greco-latina, y por esta sección de Tebeoteca irán desfilando algunas más.
La serie fue escrita por Joaquín Berenguer Artés (1924), autor entre 1952 y 1960 de numerosas colecciones, entre los cuales destacan El diablo de los mares (Toray, 1947; ilustraciones de Ferrando), Zarpa de León (Toray, 1949; dibujos de Ferrando) o las tres series de la space-opera Red Dixon (Marco, 1954, 1955 y 1957; dibujos de Martínez Osete). Escribió sobre todo para su cuñado Ferrando y para Martínez Osete, un honesto artesano de la época hoy día poco y encima mal recordado, sobre lo cual volveremos más adelante. Simba-Kan fue precisamente dibujada por Martínez Osete hasta el número 40, donde fue sustituido por A. Pérez (quizá Antonio Pérez Barrera) desde el 41 al 60 y último. Fue publicado además un extraordinario, el Almanaque para 1962.
La acción de Simba-Kan transcurre durante el imperio de Vespasiano, lo cual encierra no poco disparate, pues este emperador gobernó entre los años 69 y 79 de nuestra era y la acción de los primeros cuadernos abarca una mayor extensión de tiempo (el nacimiento y desarrollo del expósito Marco Valerio hasta convertirse en Simba-Kan), pero ya sabemos que en el tebeo tradicional (que no aspiraba a pasar a la historia) la Historia se comprime y descomprime al gusto popular. Uno de los dos hijos gemelos de Valerio Máximo, pretor de Tebas (Egipto) es secuestrado por el jefe de bandidos Halakem y posteriormente arrojado a los leones, pero éstos, en vez de devorarle lo crían como a uno de los suyos. Con los años se convierte en su líder y es llamado por los pobladores de Nubia como Simba-Kan, rey de los leones.
Curado de unas fiebres por la bella Ramah, hija del jefe de beduinos Akhbar, Simba-Kan permanece entre ellos hasta aprender a hablar, pero en el ínterin miembros de su familia leona ha sido capturada por los romanos para abastecer de fieras sus circos. Simba-Kan parte a Roma para rescatarlos, y este es el comienzo de una saga donde los aspectos más relevantes de la misma consistirán en cómo Simba-Kan inicia una dilatada revuelta contra el Imperio Romano durante la cual se cruzará con su hermano gemelo y con sus propios padres, a quien él cree durante todo este tiempo sus enemigos. En la segunda parte de la serie cobrarán un gran significado la rivalidad con su hermano, tanto en lo personal como en lo militar, y los sueños con su propia madre, con quien coincide brevemente en un cuaderno de la serie. La llamada y llamarada de la sangre no conducirán a Simba-Kan, como bien le hubiera gustado a Freud (y a nosotros mismos) a cierta clase de tormento edípico nocturno, sino más bien a una añoranza sensiblera y mortificadora (madre sólo hay una, aunque sea una perra romana) que convertirá a la segunda parte de esta serie en una dilatada anagnórisis sólo resuelta hasta el final.
Los planteamientos de Simba-Kan, como puede verse, son formidables, y si alguien los retomase hoy día podría construir una formidable saga llena de recovecos psicológicos y tormentos existenciales varios. Para empezar falló la época: aquel franquismo timorato y sexualmente reprimido que produjo incontables colecciones de tebeos para un público inocente que nunca iba más allá en lecturas subliminales. Seguramente porque tenían razón en no hacerlo. Todo en Simba-Kan es arrojado e inocente como una II Guerra Mundial en el patio de escuela durante el recreo. Se trata de una versión de Tarzán de los Monos (o de cualquiera de sus epígonos) cruzada con el Imperio Romano, sus legiones y sus obstinadas conquistas de un mundo que sólo quiere vivir en paz.
En Simba-Kan, al igual que en El Jabato, los malos de la función son los romanos, pues oprimen al mundo pre-civilizado tan cerca de la naturaleza que constituye, aquí como en tantas otras series de romanos, el peculiar paraíso perdido de cada cual. Pero también como en El Jabato, una vez que el leonino Marco Valerio en busca de sí mismo se convierta en Simba-Kan, azote de legiones de Roma, conquistará a una bella patricia romana. La lectura subliminal de Simba-Kan, como la de El Jabato, es la misma: aquel rebelde de las provincias remotas de la caput mundi sólo demostrará su verdadera valía cuando pueda llevarse a la chica que, por cultura y sociedad, le debía haber pertenecido a otro. Es la primera fase de la integración del rebelde en el contexto contra el cual supuestamente lucha mientras se ve alejado de él, pero no cuando se gana un rincón dentro del mismo. En este sentido apunta, precisamente, el final de la serie, tan abrupto y mal hilvanado que debemos pensar que Simba-Kan fue una serie clausurada antes de tiempo, aunque su tiempo fue el de la clausura de tantas series de tebeos.
Ya hemos dicho que los dibujos corrieron a cargo, durante los cuarenta primeros números, del denostado Juan Antonio Martínez Osete (Los Cantareros, Murcia, 1921). Fue Osete un autor todoterreno que participó en multitud de series, a veces de creación personal, pero a veces de otros, y que también hizo las tintas de algunos de los grandes de las galeras Bruguera (Ambrós, Angel Pardo). No dejó de cultivar con gracia el dibujo humorístico, de lo cual se presenta aquí una muestra. Toda su obra se encuentra relegada al olvido, quizá con poca justicia. El calificativo de “denostado” le viene, por desgracia, de su paso por la legendaria serie El Capitán Trueno, donde se encargó de buen número de cuadernillos y entintó otros. Osete, artesano de su oficio, tuvo la desgracia de tener que medírselas con el recuerdo que en los lectores habían dejado dos titanes del pincel como lo fueron Ambrós y Ángel Pardo. Mientras que Ambrós y Pardo eran artistas de gran fuerza, elegancia y sensualidad, Osete hacía lo que podía para desazón de varias generaciones de chiquillos que conocíamos a Martínez Osete como “el dibujante menos bueno” de El Capitán Trueno.
La continua reedición de esta serie a lo largo de las décadas (al igual que El Jabato, donde también participó) no han hecho disminuir esta leyenda negra de quien fue un dibujante con mucha fuerza y singular personalidad, un poco agarrotado para dibujar la figura humana (pero quizá por eso, afortunado para dibujar personajes rudos o siniestros) que sobre todo se esmeraba en las escenas de combate en grupo. Desgraciadamente, durante su paso por Bruguera fue relegado a una especie de segundo plano del que sólo salía cuando podía dibujar (sin ser víctima de comparaciones) a sus propios personajes, como en Simba-Kan o en Thorik el invencible (Marco, 1959). Osete demostró en ambas series que era un artesano eficaz de la viñeta, y en muchas páginas de Simba-Kan su trazo está dotado de gran limpieza y mucha fuerza. Por ejemplo, las escenas del pequeño Marco Valerio con los leones son encantadoras, y algunas de las portadas, con aquellos llamativos colores de su época, nos devuelven un Martínez Osete a quien habría que reivindicar en su justa medida, sin que sobre él gravite más la pesada losa de haber sido un segundón en aquella añorada y ya perdida para siempre saga de cierto caballero español en la corte de la reina de Thule.
2 comentarios:
Fantástica serie de cuadernillos, tenía la colección completa.
Ya lo creo. Martínez Osete, suelto y en su mejor momento de creatividad. Saludos.
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