Rayo Veloz y Lirio Florido no son dos superhéroes, sino los protagonistas de
El árbol ahorquillado, una leyenda de los indios de Norteamérica que recuerda bastante
Romeo y Julieta, cuyo antecedente latino podría ser
Píramo y Tisbe (
un resumen del mito, aquí). La imagen que encabeza estas líneas es una ilustración de Edwin A. Abey para el trágico final de la obra shakesperiana.
Esta leyenda pertenece a las tribus llamadas del Noroeste. Hace muchísimo tiempo había dos tribus muy próximas, solamente separadas por un bosque no muy extenso aunque sí sumamente frondoso, en cuyo centro había un claro en forma de prado. Las tribus, pese a su vecindad, o tal vez a causa de la misma, llevaban muchos siglos enemistadas, hasta el punto de que los dos últimos jefes respectivos de ambas tribus, igual que sus antecesores, se odiaban a muerte de modo personal. Mas dio la casualidad de que cierto día, estando Rayo Veloz, hijo de Asta de Ciervo, jefe de una de las dos tribus, en el bosque, vio pasar a una bellísima muchacha, que resultó ser Lirio Florido, hija de Gran Vendaval, jefe de la otra tribu. Tan pronto se vieron ambos jóvenes, quedaron prendados uno del otro, y aquella misma noche en su primera entrevista celebrada en el claro del bosque, a la luz de la luna, se prometieron amor eterno. Sin embargo, sabían que debido a la enemistad de sus respectivas tribus, su amor era imposible. Rayo Veloz, no se conformó, no obstante, con su desdicha, y decidió, de común acuerdo con su adorada, ver a su padre y contarle toda la verdad, pidiéndole su bendición. Poco después, Rayo Veloz se hallaba en presencia de Asta de Ciervo.
-Padre mío, debo revelarte algo que deseaba comprendieses en tu infinito amor paternal.
-Habla -se limitó a gruñir Asta de Ciervo.
Acto seguido, Rayo Veloz le contó a su severo padre lo relativo a sus amores con Lirio Florido. Al oírle, Asta de Ciervo montó en cólera.
-¡Jamás! ¡Jamás consentiré en tamaño desafuero! ¿Casado tú con la hija de mi cruel enemigo? ¿Acaso ignoras que sus indios pisotean nuestros prados, que irrumpen en nuestro cotos de caza y matan nuestras manadas? ¡No, olvídate de este amor o dejarás de ser hijo mío!
Rayo Veloz, ante esta andanada proferida con acentos iracundos sintióse morir en lo más hondo de su alma.
Por su parte, Lirio Florido había mantenido con su padre, Gran Vendaval, una escena muy semejante a la anterior.
Aquella noche, los dos amantes decidieron unir sus vidas para toda la eternidad, en la muerte. Sin titubear ni un solo momento, Rayo Veloz extrajo su puñal de caza del cinto y cortó las venas de las muñecas de su amada, y luego procedió a realizar la misma operación con las suyas. La sangre empezó a gotear primero lentamente y después, como dos torrentes de fuego, regando la tierra del claro del bosque. Los dos enamorados no tardaron en caer en tierra, exangües.
Cuando sus cuerpos fueron encontrados, las dos tribus prorrumpieron en llantos y lamentos desgarradores, no siendo los menos desdichados los de ambos padres. Sin embargo, la enemistad tribal continuó todavía por unos días, hasta que alguien se dio cuenta, harto maravillado, que en el claro del bosque, en el mismo lugar donde la sangre de los dos enamorados había empapado el suelo, empezaba a brotar un árbol que, milagrosamente, en unas cuantas semanas apenas, adquirió una gran corpulencia, al tiempo que de su grueso tronco salían dos ramas, llenas de hojas que no tardaron tam poco en entrelazarse profusamente.
Naturalmente, los chamanes declararon que aquellas dos ramas eran las almas de los dos enamorados, simbolizadas en el árbol. Los dos jefes, Asta de Ciervo y Gran Vendaval, decidieron fumar la pipa de la paz y sellar una nueva amistad, que debería ser tan duradera como el amor eterno de Rayo Veloz y Lirio Florido.
(c) R.R. Ayala, Mitos y leyendas de los indios americanos. Edicomunicación. Barcelona, 1998, pp. 129-130.