lunes, junio 01, 2009

NADANDO CONTRA LA CORRIENTE EN UN RÍO DE SANGRE

Como la mayor parte de mis visitantes me lee desde España buscando reseñas sobre literatura, cómic o cine, no es costumbre mía hablar de la ciudad en que vivo. Hoy debo hacer una lacerante excepción. El nombre de Manuel Arroyo Galván quizá no diga nada a quien haya leído este blog, ni siquiera si en su día leyó completa esta entrada sobre Creatividad y educación. Hasta ayer era un compañero más de los que cada día frecuento y trato, un profesor dedicado con seriedad al mismo trabajo al que yo me considero entregado con la misma seriedad: la enseñanza universitaria. Es una hermosa profesión, por lo general. Incluso si esa es tu profesión en una de las ciudades más desgraciadas del planeta: Ciudad Juárez, Chihuahua, México.

Hoy Manuel Arroyo Galván, compañero y amigo, no es más que un desafortunado cadáver de los muchos que cada día arroja esta inútil guerra contra las drogas en esta ciudad en la que vivo: Ciudad Juárez. No es ésta la ciudad a la que yo vine a parar por amor hace quince años. Digo por amor, porque continúo casado con la responsable. Era entonces Juárez una ciudad próspera y alegre, en la frontera con Estados Unidos. Tenía fama de ciudad divertida y picante. De tolerante y caótica, pero dentro de un caos moderado. Ciudad de maquilas, un millón y medio de habitantes y un millón de cantinas. Una ciudad para perderse en ella y olvidar el mundo. Feíta pero cachonda. Esa era la ciudad que yo conocí. Esa ciudad hoy día ya no existe.

Hoy es una de las capitales mundiales del crimen. La sombra de un reinado de terror, de sangre y de muerte se proyecta sobre todos nosotros. Es una ciudad maldita. La imaginación popular asegura que cuando un crimen espantoso sucede en una casa, esta casa queda embrujada y maldita para siempre. En esta ciudad que yo veo como mi casa han sucedido muchos más que muchos crímenes. Su fama internacional comenzó en los años 90, con la violación y asesinato de más de 400 mujeres. Asesinatos impunes. Después de 400 asesinatos impunes de mujeres (y no menciono asesinatos de hombres), cualquier ciudad queda embrujada y maldita. En esa ciudad vivimos todos. Desde esa ciudad te escribo yo.

Desde que Felipe Calderón llegó a la presidencia de la República, el presidente se empeñó en combatir el narcotráfico. Cosa hermosa querer un mundo sin drogas, fumadores ni chicuelas que abortan. El problema es que, antes de empezar su guerra, el mandatario olvidó contar las balas que tenía en la escopeta. ¿He dicho balas? Rectifiquemos: piedritas en el tirachinas.

Vivimos literalmente bajo el fuego. Los narcotraficantes asesinan con total libertad por las calles, frente a las escuelas delante de los niños, o entrando sin complejos en cualquier restaurante de moda por las noches. La policía mientras tanto, ríe y se pasea. El ejército ha ocupado las calles, y la población ya no sabe a quién tenerle más miedo: si a los sicarios del narcotráfico, a la policía o al ejército. Tienen buenas razones para temer a cada uno de estos grupos y ninguna razón para celebrar su presencia.

Hoy le ha tocado, de nuevo, a un compañero mío (el semestre pasado fue a Gerardo González Guerrero, un psicólogo entusiasta, a punto de alcanzar la jubilación, que se desvivía siempre por sacarme conversación sobre España). Mi compañero se llamaba Manuel Arroyo, y no merecía estar muerto. No tenía vínculos con el narcotráfico, no se dedicaba a la política, no pertenecía a ninguna de las policías locales ni nacionales. No era más que un profesor universitario. Muy querido por nosotros sus colegas, y por sus alumnos. Un hombre entusiasmado de vivir la obligación de enseñar a quien no sabe. El presentador del noticiero nocturno asegura en el lamentable noticiario que cierra cada noche la vida en Juárez, que el asesinato de Manuel ha sido una “lamentable confusión”. ¿En nombre de quién habla?

Manuel está muerto. Acribillado frente al volante de su auto en una céntrica avenida de la ciudad. Ante los ojos de todos. Nadie merece morir así. Ninguna persona de las que desde el año pasado han caído bajo las balas. Ciudad Juárez es la capital de los crímenes impunes. Un parque de atracciones para psicópatas. Manuel ahora está muerto, pero mañana puedo ser yo. O mi esposa. O mi mejor alumno. O tú, si es que me lees desde esta misma ciudad.

Pero déjenme que les cuente cómo me he enterado del asesinato de Manuel. Yo estaba en clase, como debe ser (zapatero, a tus zapatos). Estábamos concluyendo un módulo de la maestría de la que soy coordinador (maestría, en castellano de Castilla se dice máster). Veíamos Así es la vida, de Arturo Ripstein. Concluíamos un análisis sobre variaciones del mito de Medea. Advierto que ha faltado una chica que trabaja en uno de los periódicos de la ciudad. De pronto, uno de mis alumnos se levanta nervioso, me pasa su celular y leo aterrado un mensaje SMS que acaba de recibir de mi alumna ausente: “Parece que han asesinado a Manuel Arroyo, profesor UACJ, avisa a Vigueras, esto es un caos y no podré llegar a la clase…”

Me levanto como impelido por un resorte y salgo del aula. Necesito un café, y sobre todo, un cigarrillo. Acudo a mi oficina y consulto la versión electrónica de uno de los diarios. Nadie menciona el nombre de Arroyo, pero una de las noticias parece coincidir con él. Ni que decir tiene que no era tan fácil reconocer el cadáver que buscabas: el viernes hubo 10 asesinatos en la localidad. Un día de tantos. El asesinato de Manuel, en sentido estricto, no fue sino uno más.

Otro coordinador, también vecino, me indica que a las siete y media los profesores y alumnos se reunirán en un lugar emblemático: la mega-bandera. Para quien no lo sepa, la mega-bandera en un asta formidable que sostiene una no menos formidable bandera de la república mexicana. Se ubica en el parque del Chamizal, a pocos pasos de la institución. Regreso a clase, finalizamos la película, doy unas cuantas instrucciones para el próximo día y me toca comunicarles la triste noticia del asesinato de Manuel, pues muchos le conocían. En los ojos de algunos descubro horror y rabia, en los de otros simplemente resignación.

Me dirijo hacia la mega-bandera. Entre el centenar de personas congregadas, reconozco a muchos compañeros y alumnos. Un par de canales de televisión filman y hacen entrevistas. Nos comprometemos a llevar a cabo una marcha hasta las instalaciones policiacas, no muy lejanas, de la PGR (Procuradoría General de la República). Cuando mi esposa y yo llegamos a las instalaciones, comprobamos que ni siquiera la rabia de profesores con estudios de doctorado y años de trabajo intelectual y académico puede ser contenida. Se suceden los gritos y acusaciones dirigidas a los representantes de las fuerzas del Estado y de nuestra seguridad: “¡Fracasados! ¡Devuélvannos nuestra ciudad! ¡Asesinos!” No tardamos en darnos cuenta de que estamos rodeados: la policía y el ejército nos acordona con fusiles en las manos. Seguramente han comparecido por nuestra seguridad. Para que no vayamos a hacernos daño entre nosotros, lastimosos pobresores y estudihambres protestones.

Los congregados exigen respuestas, y los integrantes del grupo proceden a adentrarse en las instalaciones de la Procuraduría después de abrir las verjas a la fuerza. El grupo se dirige hacia la puerta del edificio principal para exigir que las autoridades hagan declaraciones oficiales y se comprometan a encontrar a los asesinos. Aunque sólo sea eso: una declaración de buenas intenciones. Agitan las puertas y las golpean. Se suceden los gritos nuevamente como si se tratase del bramido de un coro griego: “¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Asesinos!” Mi esposa y yo debemos retirarnos, así que levantamos el campamento. Afuera se han congregado más profesores y estudiantes.

En casa, desde la televisión que vomita la furia del día a través del Canal 44, sigo el transcurso de los acontecimientos: veo a mis compañeros unidos de las manos tras las verjas de las instalaciones de la policía, negándose a levantar el sitio hasta que les den cabal razón de qué ha ocurrido. Como es natural, ni el Subdelegado ni nadie les atendió; como es natural, nadie sabe-nadie supo. Tampoco en el México del siglo XXI fluye la información: siempre está sesgada, manipulada, infantilizada… Ni autoridades ni medios de comunicación (principalmente los de esta pobre ciudad obrera) tratan a sus compatriotas como a adultos.

Desgraciadamente, hay momentos en la vida en que uno debe dar un paso al frente. Que me perdonen mis amigos mexicanos por dejar mis temas y hablar de éstos otros. Pero resulta, amigos, que las balas no entienden de nacionalidades, y que cuando la sangre fluye, fluye siempre en la misma dirección. Y yo también siento cierto aprecio por la sangre que corre por mis venas. Ayer fue Manuel. Una víctima más de una guerra que sólo ganarán quienes atienden a las leyes de la oferta y la demanda: quienes venden las drogas. Nosotros, los seres humanos, no somos más que estorbos molestos por el camino. Hay que encontrar una alternativa sensata a esta lacra que está destruyendo países y miles de vidas. Hace seis meses cayó bajo las balas mi compañero Gerardo González. Fue otra “lamentable confusión”. Y en medio, muchas más vidas han caído y caerán. Mañana, sin ir más lejos. Y volviendo al tema del asesinato del profesor Manuel Arroyo: ¿A quién le importa la muerte de un maestro perteneciente a un sistema educativo difunto? ¿Ha llegado el tiempo de que los muertos enterremos a los muertos? ¿Tiene sentido seguir exigiendo honradez, responsabilidad y esfuerzo a nuestros estudiantes? ¿De qué lado estamos cuando les hacemos sufrir tanto para sacar la mínima calificación aprobatoria? ¿No nadamos contra la corriente en un río de sangre?


Imágenes tomadas del blog Pulpnivoria

7 comentarios:

Carlos César Alvarez dijo...

Terrible :(

ivonne dijo...

Indignante también. Nos vemos en la manifestación.Un abrazo.

Diegogue dijo...

Muy triste lo que aca cuentas, Ricardo, en Colombia hemos vivido situaciones similares y entiendo muy bien de lo que hablas

lo que mas me duele es que ademas tu texto esta muy bien escrito...

anarkasis dijo...

..jooooOOODER, ¡¡como está el tema!!,
no sé que podemos hacer desde aquí,
se me ocurre organizar una colecta para comprarte un chaleco antibalas,
por quitar hierro al asunto.

Pulpnivoria dijo...

...terrible vida, señor Vigueras...continúe enseñando a sus alumnos las cosas dignas de ser vividas...un abrazo desde Pilpnivoria.

El Pobresor Gafapasta dijo...

Eh, a mí no me venga con amenazas, joven.

llorch dijo...

Ricardo, ese penúltimo comentario es la inevitable llegada de tus lectores orientales.

(aunque han sido veintitantos comentarios hasta el momento en otros post...)