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Hoy Manuel Arroyo Galván, compañero y amigo, no es más que un desafortunado cadáver de los muchos que cada día arroja esta inútil guerra contra las drogas en esta ciudad en la que vivo: Ciudad Juárez. No es ésta la ciudad a la que yo vine a parar por amor hace quince años. Digo por amor, porque continúo casado con la responsable. Era entonces Juárez una ciudad próspera y alegre, en la frontera con Estados Unidos. Tenía fama de ciudad divertida y picante. De tolerante y caótica, pero dentro de un caos moderado. Ciudad de maquilas, un millón y medio de habitantes y un millón de cantinas. Una ciudad para perderse en ella y olvidar el mundo. Feíta pero cachonda. Esa era la ciudad que yo conocí. Esa ciudad hoy día ya no existe.
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Desde que Felipe Calderón llegó a la presidencia de la República, el presidente se empeñó en combatir el narcotráfico. Cosa hermosa querer un mundo sin drogas, fumadores ni chicuelas que abortan. El problema es que, antes de empezar su guerra, el mandatario olvidó contar las balas que tenía en la escopeta. ¿He dicho balas? Rectifiquemos: piedritas en el tirachinas.
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Hoy le ha tocado, de nuevo, a un compañero mío (el semestre pasado fue a Gerardo González Guerrero, un psicólogo entusiasta, a punto de alcanzar la jubilación, que se desvivía siempre por sacarme conversación sobre España). Mi compañero se llamaba Manuel Arroyo, y no merecía estar muerto. No tenía vínculos con el narcotráfico, no se dedicaba a la política, no pertenecía a ninguna de las policías locales ni nacionales. No era más que un profesor universitario. Muy querido por nosotros sus colegas, y por sus alumnos. Un hombre entusiasmado de vivir la obligación de enseñar a quien no sabe. El presentador del noticiero nocturno asegura en el lamentable noticiario que cierra cada noche la vida en Juárez, que el asesinato de Manuel ha sido una “lamentable confusión”. ¿En nombre de quién habla?
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Pero déjenme que les cuente cómo me he enterado del asesinato de Manuel. Yo estaba en clase, como debe ser (zapatero, a tus zapatos). Estábamos concluyendo un módulo de la maestría de la que soy coordinador (maestría, en castellano de Castilla se dice máster). Veíamos Así es la vida, de Arturo Ripstein. Concluíamos un análisis sobre variaciones del mito de Medea. Advierto que ha faltado una chica que trabaja en uno de los periódicos de la ciudad. De pronto, uno de mis alumnos se levanta nervioso, me pasa su celular y leo aterrado un mensaje SMS que acaba de recibir de mi alumna ausente: “Parece que han asesinado a Manuel Arroyo, profesor UACJ, avisa a Vigueras, esto es un caos y no podré llegar a la clase…”
Me levanto como impelido por un resorte y salgo del aula. Necesito un café, y sobre todo, un cigarrillo. Acudo a mi oficina y consulto la versión electrónica de uno de los diarios. Nadie menciona el nombre de Arroyo, pero una de las noticias parece coincidir con él. Ni que decir tiene que no era tan fácil reconocer el cadáver que buscabas: el viernes hubo 10 asesinatos en la localidad. Un día de tantos. El asesinato de Manuel, en sentido estricto, no fue sino uno más.
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Me dirijo hacia la mega-bandera. Entre el centenar de personas congregadas, reconozco a muchos compañeros y alumnos. Un par de canales de televisión filman y hacen entrevistas. Nos comprometemos a llevar a cabo una marcha hasta las instalaciones policiacas, no muy lejanas, de la PGR (Procuradoría General de la República). Cuando mi esposa y yo llegamos a las instalaciones, comprobamos que ni siquiera la rabia de profesores con estudios de doctorado y años de trabajo intelectual y académico puede ser contenida. Se suceden los gritos y acusaciones dirigidas a los representantes de las fuerzas del Estado y de nuestra seguridad: “¡Fracasados! ¡Devuélvannos nuestra ciudad! ¡Asesinos!” No tardamos en darnos cuenta de que estamos rodeados: la policía y el ejército nos acordona con fusiles en las manos. Seguramente han comparecido por nuestra seguridad. Para que no vayamos a hacernos daño entre nosotros, lastimosos pobresores y estudihambres protestones.
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En casa, desde la televisión que vomita la furia del día a través del Canal 44, sigo el transcurso de los acontecimientos: veo a mis compañeros unidos de las manos tras las verjas de las instalaciones de la policía, negándose a levantar el sitio hasta que les den cabal razón de qué ha ocurrido. Como es natural, ni el Subdelegado ni nadie les atendió; como es natural, nadie sabe-nadie supo. Tampoco en el México del siglo XXI fluye la información: siempre está sesgada, manipulada, infantilizada… Ni autoridades ni medios de comunicación (principalmente los de esta pobre ciudad obrera) tratan a sus compatriotas como a adultos.
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Imágenes tomadas del blog Pulpnivoria
7 comentarios:
Terrible :(
Indignante también. Nos vemos en la manifestación.Un abrazo.
Muy triste lo que aca cuentas, Ricardo, en Colombia hemos vivido situaciones similares y entiendo muy bien de lo que hablas
lo que mas me duele es que ademas tu texto esta muy bien escrito...
..jooooOOODER, ¡¡como está el tema!!,
no sé que podemos hacer desde aquí,
se me ocurre organizar una colecta para comprarte un chaleco antibalas,
por quitar hierro al asunto.
...terrible vida, señor Vigueras...continúe enseñando a sus alumnos las cosas dignas de ser vividas...un abrazo desde Pilpnivoria.
Eh, a mí no me venga con amenazas, joven.
Ricardo, ese penúltimo comentario es la inevitable llegada de tus lectores orientales.
(aunque han sido veintitantos comentarios hasta el momento en otros post...)
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