sábado, julio 31, 2004

SED DE CHAMPÁN

Su actitud es decidida y gallarda, el porte es elegante, fino el andar; correcta la manera de acercarse. Con un arte garboso y su debido respeto a las reglas clásicas, le abre las piernas en abanico y carga la suerte. Ella, desbaratada sobre la colcha le recibe. Él, atento y en su línea de siempre, pasa antes por el felpudo y ella, con la voz mojada, le pide más. “¿Cómo te llamas, sirena?” Y ella pronuncia su nombre en un susurro de agua: “Dolores Laredo”. La cabellera de algas, el regazo de espuma, los mechones salados, al sur de la cintura. Y la boca del Charolito, que no sabe estarse quieta. Sombra envuelta en sombra. Presente, pecado y futuro. Quejidos indecentes que rompen en llanto venéreo, en lamento de animal saciado, incendiándolo todo con llamas de lujuria (...). Podía escuchar sus jadeantes sollozos acariciándole las orejas, el arrebato volcánico que nace de su vientre y que le hace volver al exceso de castigo que ella agradece con espasmódicas citas a Dios. “No metamos a Dios en esto, sirena —va y le suelta el Charolito, resabiado, varilarguero y confidencial, al oído—. No metamos a Dios en esto, que uno es muy tradicional y no le gustan los tríos.” Y ella, con un violento recorte, levanta sus cuartos traseros y, segura de su presa, se deja rematar la faena. Emite suspiros que quiebran el tallo de la mañana y que le manchan la taleguilla. Con un tiritón de piernas descuaja, no pudiéndose contener por más tiempo, su ya licuada templanza. Y suena el clarín.

Un cigarrillo compartido, una leve y dulce fiebre. “Tus labios me saben a almíbar, sirena.” Y así, rueda que te rueda, atornillados, correosos y flexibles, les cae la tarde encima, entre quiebros de cintura, retorcimientos y trompetería; entre besos, rosquillas de humo y lenguas de fuego, les cae la tarde encima. Y es con la tarde encima, a la hora de la siesta, cuando ella desaparece. Y se esfuma.

Montero Glez, Sed de champán, pp. 39-40.

Llevaba más de un año esperando en edición de bolsillo la novela Sed de champán, de Montero Glez. Podía haberla comprado antes en edición popoff, pero soy fiel a mi costumbre de adquirir primero en bolsillo las obras de autores que no conozco. Esto lo hago por dos razones: en primer lugar, porque las primeras ediciones ocupan más espacio en la maleta, y luego en la librería; en segundo, porque me salen más baratas (sí, no soy más que un pobre maestro de latín, nada nado en la abundancia). Cuando apareció Sed de champán numerosos capitostes de la literatura española formaron traca y alharaca para celebrar la llegada de un joven autor que se desvelaba como un maestro del idioma, un individuo que escribe historias de parias y olvidados de Dios con lenguaje barroco y valleinclanesco, lo cual quiere decir que no se trata de alguien exento de cierto sentido del humor (bastante cáustico, todo sea dicho).

Montero Glez (Madrid, 1965) vive en un garaje en Tarifa y se defiende de su fama de autor maldito afirmando que él es un bendito, que las malditas son sus novelas. Montero Glez escribe a mano, y a mano lía sus propios cigarrillos (igual fumamos la misma marca) y su literatura viaja en un tren que se detiene en las estaciones Quevedo-Valle-Cela-Umbral. A Montero Glez le han llamado navajero de la literatura, porque Glez escribe a mandoblazos afilados, parte bocas y descerraja cráneos, pero en un tono literario de altos vuelos que le convierte en uno de los grandes imagineros de la narrativa española actual. Cuando la lengua de la literatura es fiesta, y la fiesta es muerte, la muerte se va de fiesta en esta novela de Montero Glez.

Arturo Pérez-Reverte ha llorado lágrimas de cocodrilo al bramar a los cuatro vientos que ojalá él mismo, con sus elevadas cifras de ventas, pudiese pergeñar algunas de las imágenes que ha leído en Sed de champán, y a continuación, este otro navajero de la literatura ha retado muy en su estilo: “Y ahora vayan y léanselo, si tienen huevos”. ¡Pues andando, cojones! ¡Maricón el último!

Sed de champán nos narra los últimos días de El Charolito, robacoches y camandulero que acaba sus días en una reyerta entre gitanos y mafiosos argentinos. Glez es un autor que se documenta para sus obras, y llevado de su admiración por Galdós (quien para recrear Misericordia se disfrazó de mendigo y pidió limosna durante dos días en la puerta de una iglesia), Glez pasó una buena temporada rodeado de yonquis en un exhaustivo trabajo de documentación ambiental y espiritual. Dividida en tres grandes bloques, la novela nos enhebra tres historias paralelas que desembocan en una matanza final que no hubiese desagradado a Peckinpah ni a Tarantino, pero en cañí y en post-esperpento. La narración, que salta del presente al pasado con la misma desenvoltura con que un ladrón de tumbas salta la tapia de un cementerio, nos sumerge en una confusión narrativa llena de colorido, donde la fuerza de las imágenes dentro de cada cuadro desborda, por sí sola, un conjunto que se contagia del mismo frenesí, a veces muy confuso, en que viven sumergidos los protagonistas del relato. La novela es una fiesta del idioma, donde encontramos perlas del siguiente jaez cada dos por tres, perlas que mucho le deben a dos Ramones egregios, Valle-Inclán y Gómez de la Serna: “Todo empezó una noche de luna fecunda, reluciente, como recién comprada” (p.36), o “El cuchillo de la luz traspasaba ya las funerarias cortinas de mi alcoba” (p. 79). A pesar de la atmósfera extremadamente realista de la trama (que podría ser la de cualquier novela negra industrial), Montero dota a sus criaturas de esa extraña compostura lingüística que en cualquier novela realista se caería por sí misma, pero que entre el andamiaje festivo de Sed de champán quedan tan propias como en el mejor Valle-Inclán: “Fue como si la noche se hubiera quedado afónica, dijo el camarero en el sumario” (p. 140).

Sed de champán rezuma imaginería barroca por los cuatro costados. Los recursos de Montero dinamitan la realidad y la convierten en otra cosa, no en vano la misma voz narradora de la obra afirma en la página 158: “Ya sabemos que lo real no es más que una de las múltiples formas en las que se nos presenta lo ficticio”. La novela, arte caníbal de la literatura, alcanza también en algunos momentos altos grados de lírico simbolismo, como cuando se nos describe el encuentro sexual entre el Charolito y Dolores Laredo, donde el autor recurre al vocabulario taurino para deshumanizar a sus personajes y otorgarles una aureola extrema de animalidad mítica. Se trata del párrafo que encabeza este comentario.

Autor también de las novelas El sur de tu cintura y Cuando la noche obliga, Montero Glez, el hombre que se lía cigarrillos con los dedos, escribe a mano y no tiene pelos en la lengua ni piedritas en la pluma, es un autor que merece ser tenido en cuenta.

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