El derrumbamiento del clasicismo tradicional, basado en la longeva tradición aristocrática de confrontar lo elevado/culto con lo bajo/popular ha cambiado en buena medida las reglas del juego en la apreciación crítica de la obra de arte. La posmodernidad recicló numerosos elementos de la cultura pop que antes se hallaban diseminados por obras tradicionalmente consideradas imperfectas de acuerdo con un canon clásico. Antes de la cultura pop, desde Francia se exportó al mundo el estudio y la importancia de la entonces llamada cultura popular, que venía a descubrir las profundas raíces culturales del cine, del jazz o de los cómics. La posmodernidad se convierte en un sueño de la razón, y a pesar de reivindicar los mixtos orígenes de la obra de arte (donde se juntan el material de derribo con los materiales canónicos y tradicionales), la obra de arte cinematográfica o literaria continúa siendo eminentemente aristocrática, pues hunde todavía sus raíces en una tradición de narrar el relato totalmente aristocrática, aristotélica.
Un ejemplo paradigmático de esto sería Pedro Almodóvar, quien en España encarnó el espíritu de la posmodernidad en los años 80 y hoy se ha convertido en icono de nuestro tiempo. Almodóvar, superados los años del arte gamberro, ha sabido convertirse en moderno/popular en lo accesorio y clásico/aristocrático en lo esencial. Lo accesorio sería la imaginerá visual, más o menos folklórica o pop, de sus películas; lo esencial, por supuesto, es su forma de escribir las historias y, más tarde, su forma de narrarlas en imágenes: en ellas demuestra ser, en su esencia, un clásico, pues se alimenta de los clásicos de una manera consciente y manifiesta, en clásicos del siglo XX que a su vez se alimentaba de un clasicismo decimonónico que, a su vez, procede de otros tiempos y lugares hasta llegar al análisis del drama clásico que establece Aristóteles.
Esta mezcla de ingredientes, cultos o populares, no sería posible sin la reivindicación de la obra menor, imperfecta sin duda, pero con una enorme capacidad de sugerencia y con un encanto superlativo. La historia de las influencias estéticas no puede escribirse desde la contemporaneidad de las mismas, porque sólo pueden arrojar un catálogo de actitudes o tendencias que se dan, que están ahí, pero que no sabemos cómo asimilará el tiempo si es que las asimila. Se reescribe la historia continuamente, y se hace hoy día, para integrar a los verdaderamente malditos: aquellos que no apelaban a la sensibilidad del individuo formado en la tradición aristocrática, sino para integrar a quienes filmaban cine o escribían novelas para el populacho. Hoy se reivindica el valor de las películas del Santo, del cine clásico de serie B y hasta Z, de los novelistas que bajo seudónimos americanizantes escribían terror o novela negra. Es una reivindicación justa, es democrática (desde el punto de vista de que pueda existir algo como el
demos de los escritores) e integrante.
Pero en el fondo, todo se remite a una cuestión de encanto. Lo que gusta, seduce y halaga de acuerdo con unos cánones estéticos, es grato a la vista. No importa que esos cánones estéticos estén mejor o peor desarrollados, sino que se hallen en la obra de arte. No importa que esos cánones hayan sido mejor desarrollados por otros, porque en definitiva, eso no es importante. Lo que debe importar en un arte democrático para las democracias modernas es que los cánones estéticos estén ahí y sean reconocibles para que puedan ser disfrutados por todos.
Cuarenta años después de su estreno, una película como
Hasta el viento tiene miedo quizá ya no asuste a nadie, pero rebosa encanto por los cuatro costados. Creo que el cine de terror es muchas veces la cara oculta de otras monedas: la del cine de amor y la del cine religioso. Muchas historias de fantasmas son el fondo historias de amor; muchas historias de terror son el fondo reflexiones puestas en escena sobre el lado demoníaco (relacionado con la culpa) de todas las religiones, y en concreto, de la nuestra. Lo de menos es que hoy films como
Freaks,
Frankenstein o a
Hasta el viento tiene miedo no asusten a nadie, porque hoy sólo basta ver CNN para sentir miedo de verdad. Lo importante es que estas películas tienen planteamientos estéticos cuyo código sigue siendo comprensible por la mayoría, que nos cuentan historias sobre el bien y el mal, que a veces son películas de amor (como
Jenny, como
El orfanato), y que son películas totalmente válidas para quienes comparten el gusto por cierta clase de parafernalia temática o emocional como quienes comparten cierta parafernalia ideológica o ritual en las muchas variantes que existen hoy día del cristianismo.
Hasta el viento tiene miedo, película dirigida por Carlos Enrique Taboada en 1968, es un film de culto en México y en buena parte del extranjero. Las historias del cine mexicano pasan de puntillas por este film, lo que indica que quizá no es un buen film para la mayoría crítica, pero sí para quienes se estremecen o disfrutan las historias de fantasmas y de horror. Se la considera, junto con
La residencia, la película emblemática de cine de terror gótico hispano, distinción que no sé si habrá que cambiar después del estreno de
Los otros y de
El orfanato. Como quiera que sea, su condición de clásico la pone a salvo de recategorizaciones, puesto que la antigüedad de su vigencia la sitúa en otra esfera, y además, tampoco son muchas las películas en español que se adentraron en este formato que remite a
Otra vuelta de tuerca, de Henry James.
Hasta el viento tiene miedo ostenta como primer reclamo un título rotundo y efectista, y es que esta película está llena de efectos. Nos cuenta la historia de Claudia (Alicia Bonet), una adolescente internada en una residencia de estudiantes que sueña con la visión de otra adolescente ahorcada en una torre de la escuela. Poco a poco descubrirá que su sueño es una llamada de ultratumba de Andrea (Pamela Susan Hall), una brillante estudiante del mismo internado cuyas oscuras y nunca explícitas relaciones con la directora (Marga López) acabarían por empujarla al suicidio. Desde entonces, el fantasma de Andrea vaga por el instituto buscando la oportunidad de ejecutar su venganza.
La sencilla y nada original historia de
Hasta el viento tiene miedo se desarrolla por medio de toda la parafernalia más que reconocible del cine de terror clásico. De hecho, esta película es una antología de todos aquellos efectos que en el cine de terror de los años 60 y 70 fueron usados de manera recurrente antes de que su uso y abuso acabaran por desgastarlos: música sugerente que enfatiza los momentos en que el espectador debe estar predispuesto al susto o la inquietud, iluminación oscurantista en determinadas escenas, golpes de efecto por medio de rayos, sombras que se proyectan de repente, visiones fantasmales de seres estáticos y eternamente vigilantes, portazos imprevistos, gatos cuya repentina aparición puede ser confundida con otras presencias inquietantes, y sobre todo, como una banda sonora que se sobrepone a la banda sonora compuesta (oh sorpresa) por Armando Manzanero, el angustioso y casi incesante ulular de un viento que subraya la sensación de horror que viven las inquilinas del internado.
La película aborda la lucha del bien contra el mal. El fantasma de Andrea es el bien que busca vengarse del mal, encarnado por una Marga López que interpreta a Bernarda, la directora del internado. La película nunca nos hará saber qué maldades condujeron a Andrea a suicidarse por culpa de Bernarda, pero en estos tiempos de imaginación lúbrica y desatada, cada cual podrá extraer sus propias conclusiones. Claudia y sus compañeritas, castigadas a pasar las vacaciones en el internado, sólo tendrán la complicidad y la ayuda de la profesora buena del colegio, Lucía (Mari Cruz Olivier), otra solterona que se pone de parte de las jovencitas para aligerarles la carga de su estadía forzosa en el instituto encantado. Los nombres de los protagonistas del film son recurrentemente significativos, pues el mayor encanto de la película y su gancho entre el público de los últimos 40 años radica en su sencillez simbólica y su vinculación con el cuento de hadas de todas las épocas: Bernarda, como la Bernarda Alba de García Lorca que encerraba en casa a sus hijas, es una mujer madura y amargada que castiga y encierra en el internado a estas estudiantes como castigo por sus travesuras; Lucía, la profesora buena, es su contraparte luminosa (Lucía significa “portadora de luz”); Andrea (cuyo nombre significa “la varonil”) es el espectro ejecutor que busca vengarse de Bernarda, y usará a Claudia como instrumento para conseguir sus fines. Claudia, nombre aristocrático por excelencia, es la contraparte de Andrea en el mundo de los vivos. Son importantes en el film las dualidades y dicotomías: las actrices rubias protagonizan a los personajes buenos: Andrea, Lucía, Claudia (y sus rubias compañeritas, algunas con nombres anglosajones como Ivette o Kitty), mientras que las actrices morenas encarnan la maldad: Bernarda y Josefina (nombre del pueblo, ella es la chismosa a quien Bernarda convierte en informante de las actividades de las otras jovencitas). Desde este punto de vista, la película podría tener una lectura clasista.
Hasta el viento tiene miedo también puede ser interpretada como una lectura de los cuentos de hadas con los personajes paradigmáticos, y no es casualidad que las niñas llamen a Bernarda “la Bruja”: la bruja, el hada (Lucía), el leñador o bondadoso representante del pueblo llano (Diego el jardinero), el príncipe azul (Armando, el novio de Kitty), el justiciero (Andrea) que lucha contra la bruja por medio de un talismán (el cuerpo de Claudia), el viejo sabio (el doctor Oliver), y quizá algún etcétera. También es cierto que no hay correspondencias al cien por cien, pero la esencia es ésa.
Hasta el viento tiene miedo, sin ser una gran película a la altura de otros clásicos del horror gótico, resulta enormemente disfrutable para quienes apreciamos las convenciones del género de fantasmas. Cuenta con una buena fotografía en Eastmancolor (colores pastel, para entendernos) y el desparpajo de sus jóvenes actrices, que sirven a Taboada para introducir un ingenuo toque de erotismo que hoy no resultaría moralmente correcto (la escena de las duchas, la escena del strip-tease en la habitación). Destaca entre ellas Alicia Bonet, que con su voz grave con modulaciones interesantes, consigue captar la atención del espectador. Las veteranas Marga López y Maricruz Olivier llevan a cabo su cometido con la eficiencia y profesionalidad de años de experiencia, aunque uno hubiera deseado que Marga López le echara un poco más de veneno y morbosidad a su personaje. No cabe duda de que la moral de la época no lo hubiera permitido, y sólo nos queda la opción de poder leer entre las líneas de este cuento de hadas gótico y almibarado en cantidades más o menos proporcionales.
Hasta el viento tiene miedo (1968). Dirección: Carlos Enrique Taboada. Más información,
IMDB.