La verdad, no suelo ser muy devoto de este premio, ni me importa mucho si una película cosecha muchos óscares o no. Sin embargo, a pesar de sus omisiones flagrantes a lo largo de la historia, el premiecico ha engalanado muchas películas que me gustan bastante. La razón por la que prefiero ver la entrega como quien no quiere la cosa (un ojo al gato, y otro al garabato: leía mientras tanto El caso del collar, de Edgar P. Jacobs), es la nostalgia que me entra de cuando yo tenía trece o catorce años y vivía en Murcia. Me levantaba a las dos o tres de la madrugada para quedarme despierto hasta el amanecer siguiendo la entrega en directo desde Hollywood, oh-la-la, nada menos que desde la soleada California mientras en mi realidad murciense la noche era una palangana de tinieblas. Ah, aquella ilusión de la adolescencia; ah, aquella credulidad en unos ambientes dorados; ah, aquella mitomanía y aquella cinefagia compulsiva (solo como el gato de la Metro en salas de cine mientras las chavalas aprendían a besar en otras bocas de instituto). Me pegaba la desvelada y llegaba al cole o al instituto al día siguiente hecho un zombi con los ojos borrachos de tanta limusina con vaselina, de tanto sopor por culpa de un polvo... que sólo lo había sido de estrellas.
Pues total, que por esas razones, ahora que ya no soy un adolescente biológico (sólo un adolescente impenitente) y ya no tengo que madrugar para mendrugar oscaridades, me tragué los oscarcitos con mi P. Jacobs y mis tequilitas. Me alegré por el premio para Mar adentro (la patria es la patria, y punto), pero también con los changuitos que le tocaron a ese prodigioso clásico vivo que es Clint Eastwood, ese hijo aventajado de Don Siegel y Sergio Leone. Salú, maestro.
Vi al Cubanderas hacer el ganso un rato cantando el tema de Jorge Drexler, que afortunadamente ganó el Oscar a la mejor canción por Diarios de motocicleta. El Cubanderas debería dedicarse a hacer sólo aquello que hace muy bien (mejor me callo, esto aplica para todos, incluso para mí mismo). También me eché mi taquito de ojo con la gata Salma Hayek, mientras la garabata Penélope Cruz succionaba foco con su habitual almodovaría chafiñola.
En realidad sólo lo lamenté por Scorsese, ese otro gran clásico vivo que no se llevó ninguno de los premios importantes. Y bueno, esto no pretende ser una reseña de los oscarcitos, pero me entró el recuerdo del adolescente biológico que fui, aquél que se levantaba de madrugada con toda la ilusión juvenil del mundo para ver los americanos y glamurosos óscars. Brindo por aquel dulce ser ilusionado y noctámbulo. Brindo por él y por los ganadores de anoche desde la choza que he construido con los restos del naufragio de mi adolescencia.
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