Esta película continúa siendo venenosamente hermosa. Estrenada en 1971, no ha perdido un ápice de su belleza. Vista hoy, Muerte en Venecia se reivindica como una de las piezas más bellas de la historia del cine en el último medio siglo, y quizá en el siglo entero. Resulta de la intersección de tres genios: Mann ofreció la breve novela, llena de pecados reprimidos; Visconti puso a su servicio una operística puesta en escena donde todo ocurre a gritos de miradas en medio de un silencio ensordecerdor; en último lugar está la música de Gustav Mahler, cuyo adagietto eligió Visconti con tan poca inocencia para esta tragedia, que en el fondo es una tragedia mínima. Tres talentos combinados elevaron al rango de lo sublime cuanto definió con razonamiento wisconsiniano uno de los productores americanos del film durante su estreno en Londres: "Lo que no entiendo es cómo la reina de Inglaterra puede traer a su hija a ver una película sobre un viejo corriendo detrás del culo de un chiquillo" (Dirk Bogarde, Un hombre ordenado. Espasa Calpe. Madrid, 1985, p. 89).
Antes de revisitar la película leí por primera vez la nouvelle de Mann. Precisa y sutil, graciosa y discreta. Las digresiones platonianas fueron recreadas por Visconti mediante flashbacks donde se desarrolla la exposición del único personaje a quien la película permite una exposición de su pasado: el compositor Aschenbach (literato en la novela, inmenso Dirk Bogarde en la pantalla). Son, quizá, el elemento repetitivo más discutible del film, que adolece de cierta presencia por calzador en una película casi perfecta. Leída la novela por fin, creo que nadie discutirá que la película desborda, rellena y perfecciona el delicuescente amor otoñal de Aschenbach. Pocas veces puede decirse que la obra de un genio del cine supera la obra de un genio de la literatura al tomarla como modelo de transición hacia otra clase de estética sublime. Muerte en Venecia, de Visconti-Mann-Mahler es un ejemplo de que el cine puede dar la razón a esos fatuos que insisten en la simpleza de que una imagen vale más que mil palabras.
Antes de revisitar la película leí por primera vez la nouvelle de Mann. Precisa y sutil, graciosa y discreta. Las digresiones platonianas fueron recreadas por Visconti mediante flashbacks donde se desarrolla la exposición del único personaje a quien la película permite una exposición de su pasado: el compositor Aschenbach (literato en la novela, inmenso Dirk Bogarde en la pantalla). Son, quizá, el elemento repetitivo más discutible del film, que adolece de cierta presencia por calzador en una película casi perfecta. Leída la novela por fin, creo que nadie discutirá que la película desborda, rellena y perfecciona el delicuescente amor otoñal de Aschenbach. Pocas veces puede decirse que la obra de un genio del cine supera la obra de un genio de la literatura al tomarla como modelo de transición hacia otra clase de estética sublime. Muerte en Venecia, de Visconti-Mann-Mahler es un ejemplo de que el cine puede dar la razón a esos fatuos que insisten en la simpleza de que una imagen vale más que mil palabras.