La biografía del director Chano Urueta (1895-1979) fue tan agitada y variable como su filmografía, hasta el punto de poder afirmar que, quizá, no exista una sola de sus películas que pueda estar altura de su existencia errabunda e inquieta. Resumo a partir del volumen Diccionario de directores mexicanos, de Perla Ciuk: Nacido en Mineral de Cusihuiráchic (Chihuahua), durante su adolescencia acompañó a Pancho Villa y Emiliano Zapata en sus campañas, y al concluir éstas se convierte en un inquieto mexicano itinerante que recorre no sólo el continente americano, sino también Asia, África y Europa. Urueta, impulsado también por una enorme curiosidad de conocimiento, se tituló durante su juventud en tres carreras distintas (Leyes, Filosofía y Letras e Ingeniería), que estudió respectivamente en Londres, París y Canadá.
Fue uno de aquellos pioneros del cine mexicano que hicieron sus primeras tablas en el Hollywood silente, donde filmó en 1929 uno de los primeros intentos de película sonora para la RKO: Gitanos. Allí se hizo amigo del español Xavier Cugat y del mexicano Emilio “el Indio” Fernández, que intervenían también en Gitanos. Tras un intento inconcluso que también escribe (Destino, 1929) regresa a México y colabora como ayudante de dirección de Sergei M. Eisenstein en ¡Que viva México! Su primera película como director en México será Profanación (1933), y a partir de entonces se convertirá en uno de los artesanos más prolíficos de esta cinematografía, donde alcanzó a rodar cerca de 100 títulos hasta 1972. Pasó por el melodrama, el cine revolucionario, el cinema de terror y finalmente el de luchadores, donde, a la sombra de iconos como Santo o Blue Demon rodaría algunas películas hoy consideradas de culto en grupos de cinéfilos especializados.
Como director de películas de terror, rodó algunos títulos que hoy también son consideradas emblemáticos entre los seguidores del género. El cine mexicano, poderosa industria durante los años 40 que nutría de fantasía en blanco y negro a toda Hispanoamérica, es hoy una especie de Atlántida hundida y olvidada. A pesar de que el cine clásico sigue gozando de cierta popularidad (no hay tarde de domingo en la televisión mexicana sin Pedro Infante), lo cierto es que las nuevas generaciones sólo conocen sus clásicos por visionados “a cachitos” en horas muertas por canales perdidos y desconocen un fondo cinematográfico que, más allá de Luis Buñuel o el Indio Fernández, está repleto de curiosidades y singulares aportaciones a la cultura popular de la aldea global. El desentierro reciente (nunca mejor dicho) del cine de terror mexicano de los años 50 y 60 está resucitando, al parecer, películas que van más allá de la grotesca parodia o del zafio remiendo hollywoodense. Son, en muchos casos, películas modestas de presupuesto, con actores quizá no muy efectivos en la mayor parte de los casos, pero también en muchas ocasiones con grandes aciertos (si es que no hallazgos) que hacen las delicias de los aficionados al género.
Es cine que bebe, por la época en que fue filmado, de toda la estética del cine de terror de la Universal de los años 30, cine de serie B, C y hasta Z, y por la singularidad de sus planteamientos a veces, o por lo bizarro de sus propuestas y resultados, tendría una trascendencia que en ocasiones llegaría hasta la Hammer inglesa, productora que a partir de los años 50 retomó la antorcha del terror que una vez ostentó la productora Universal.
Todo esto son impresiones desordenadas que uno va recogiendo por aquí y por allá. En Internet la información es precaria.
Aquí hay una breve página sobre el cine de terror mexicano. De muchos títulos que hoy son considerados de culto, en la mayor parte de los casos sólo hay alguna triste foto, y en general las búsquedas que uno realiza sólo son respondidas por el eco de los buscadores, y casi nunca por información puntual sobre esta película o la otra. Mientras tanto, los amantes de las bizarrerías aztecas escarban y compran en mercados globales películas que a veces (como en Amazon) se cotizan a precios de quedarse calvo. Una de estas películas de culto, apreciada por los buscadores de rarezas del género, es El monstruo resucitado, filme que dirigió en 1953 Chano Urueta. Se trata de una película inencontrable en el mercado mexicano y estadounidense que sólo la Mula de Alejandría podía albergar en sus polvorientas alforjas. Fue allí donde la hallé, en una copia absolutamente deficiente: transferencia de un viejísmo VHS a soporte DVD pasado por el filtro del más lacerante deterioro y olvido. Una vez vista, creo que no merece tamaño olvido, o al menos, sin ser el Frankenstein de James Whale, no es mucho peor que muchos filmes de 60 minutos que nos legó el entrañable y querido Bela Lugosi cuando trabajaba a destajo para la Universal.
El monstruo resucitado, como buena joya de serie Z que es, se trata de una mezcolanza de elementos tomados de aquí de allí, pero principalmente de tres fuentes primordiales, que cito en orden de importancia: El fantasma de la ópera, Frankenstein y El gabinete del Dr. Caligari. La historia no es ningún delirio de originalidad, pero no denigra la imaginación de sus responsables (entre quienes se cuenta el italiano Arduino Maiuri, quien al regresar a Italia escribió algunos filmes de Mario Bava y Sergio Corbucci): Nora (Miroslava Stern) es una joven e intrépida periodista que, aconsejada por el director de su periódico, el señor Gherásimos (Fernando Wagner) se anima a seguirle la pista a uno de esos anuncios por palabras donde un corazón solitario busca grata y comprensiva dama con quien compartir la existencia. Este anuncio la conducirá a conocer al Dr. Hermann Ling (interpretado por el español José María Linares-Riva), un genio desaparecido de la cirugía plástica que vive en una mansión rodeado de espejos cubiertos, con la única compañía de un criado tan macabro como él (Mischa, interpretado por Alberto Mariscal y trasunto del Cesare de El gabinete del Dr. Caligari) y espectrales esculturas de mujer realizadas por él mismo. El Dr. Ling es un psicópata desfigurado que vive de sus rentas esperando encontrar a la mujer que le devuelva las ganas de vivir y de regresar al mundo. Nora, que intentará convencerle de sus encantos ocultos, acabará por lamentar haberse metido en tamaña aventura de melodrama y terror.
Todas las acciones del film tienen su justificación en estos ingenuos planteamientos. El Dr. Ling busca el amor, ya que desde niño fue repudiado por su fealdad, tanto por padres como por vecinos, amigos y hasta por el gato. La parte en que el Dr. Ling cuenta su patético pasado pretende con tanta intensidad conmovernos el corazón que incita a las carcajadas, pues nos hace ver que en el fondo el Dr. Ling no es más que un niño que no ha crecido, y que su insensibilidad ante las mujeres, sus deseos desmedidos de amor primero y de venganza después, responden a una inestabilidad emocional que es la de los grandes psicópatas megalómanos de los tebeos antiguos y de la serie Z de pasadas décadas. La interpretación de los actores suele ser llana, pero efectiva, sobre todo por parte de Linares-Rivas, que sabe sobreponerse a la máscara y deambular entre la ñoñería sentimental y la maldad carpetovetónica con notable acierto. Frente a él, y como no podía ser menos, destaca la presencia desenvuelta y llena de encanto de la trágica y dulce Miroslava Stern, cuya expresividad y saber estar garantizan, cuanto menos, el aliciente de belleza añadida que no viene mal a ninguna película de terror.
La película transcurre en una ciudad centroeuropea recreada en los estudios Churubusco de México, por lo que todo el film tiene ese profundo encanto de sublime mentira, de fantasía geográfica y cultural, que adorna más que lastra algunas películas clásicas del cine mexicano. No sólo en Hollywood eran buenos para inventar Casablancas neblinosas de cartón piedra más falsas que un dólar de tres caras, pero enormemente sugestivas. A este detalle se le une la rica interrelación de acentos distintos de la lengua española: el castellano mexicanizado del español Linares-Riva, el español con cadencia europea de la checoslovaca Miroslava Stern (que aprendió a hablar muy bien el español, idioma en el que nunca perdió un tonito europeo que la hacía tan exótica) o el español con fuerte acento germano del alemán Ferdinand “Fernando” Wagner, y entre ellos los mexicanos Carlos Navarro y Alberto Mariscal (éste último nacido en Chicago). Toda este conjunto de amalgamas (europeísmo de estudio mexicano, acentos diversos, pastiche argumental…) convierten a esta película en un extraño pero sugestivo artefacto cinematográfico donde destaca, principalmente, la fuerza visual de toda la producción, desde la fotografía de Víctor Herrera a los decorados diseñados por Gunther Gerszo y Mario Padilla, que alcanzan lo verdaderamente sublime en los interiores de la mansión del atormentado Herman Ling, cuya máscara monstruosa (responsabilidad de Armando Meyer) no ha perdido con el tiempo ni un ápice de su encanto o capacidad de generar repulsión.
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