martes, septiembre 21, 2004

ARCHIVO: VITTORIO GIARDINO, PRIMERA PARTE.

Con fecha de 16 de agosto de 2002 publiqué en El Reto, 149, un artículo sobre dos tebeos de Vittorio Giardino. Desde entonces a hoy, habría que hacer dos precisiones. El Canciller de Relaciones Exteriores, Jorge Castañeda, (que compartía cierto parecido físico con el protagonista de las historias de Giardino) renunció a su cargo. En segundo lugar, ya ha aparecido el volumen II de ¡No pasarán!, historia de la que hablaré otro día. Como quiera que sea, ahí les va la primera parte de este artículo sobre las aventuras de un mellizo de Castañeda. Mañana más.

Aventuras de un mellizo de Castañeda.

He tenido el gusto de releer dos de las mejores novelas gráficas europeas de los ochenta, Rapsodia húngara y La puerta de Oriente, del artista italiano Vittorio Giardino (24/12/1946). Giardino, que en 1969 se graduó de sus estudios en ingeniería eléctrica, ejerció esta profesión por razones alimenticias hasta que, nueve años después, resolvió abandonar su honorable trabajo para dedicarse exclusivamente al arte de los comics. Su primera creación, publicada por entregas entre 1979 y 1982 en las revistas Maga y La cittá Futura, fue Sam Pezzo, una interesante adaptación de los modelos clásicos de la novela negra con la que el artista se foguearía en el mundo de la narrativa gráfica y que tendría su mayor grado de interés en la interesante revisión de los arquetipos tradicionales del género negro, pero con una acción ambientada en Bolonia, ciudad italiana que Giardino conoce de cabo a rabo. Convencido de dónde estaba realmente su futuro, en 1982 se recluyó en casa durante casi un año para emprender y consumar un proyecto mucho más ambicioso: la primera obra larga —cerca de cien páginas— de su personaje emblemático: Max Fridman. Rapsodia húngara (1983), novela gráfica elaborada con dedicación de cartujo, impactó tanto al mercado europeo que obtuvo el Yellow Kid, prestigioso galardón del festival de comics de Lucca, a la mejor obra del año. La secuela de esta importante obra no tardaría demasiado en llegar, y en 1985 se editó, con todo el honor para quien honor merece, La puerta de Oriente, prolongación —que no segunda parte— de las aventuras de Max Fridman.
Las aventuras de Max Fridman es una serie de espionaje que trascurre en la turbulenta Europa de finales de los años treinta, cuando el ascenso del nazismo augura un futuro sombrío para el continente y los servicios secretos de los países más ricos introducen a sus hombres en las filas más peligrosas para hacerse con información secreta. En España, mientras tanto, corre la sangre como el vino en las tabernas por la insurrección armada de Francisco Franco, quien desde Marruecos se ha sublevado contra el gobierno legítimamente constituido de la República y ha sumergido al país en una guerra civil. Max Fridman, además de luchar a favor del bando republicano en España —como todos los grandes héroes románticos de la cultura del siglo XX, como el Richard Blaine de Casablanca, en una toma de conciencia política que hoy se ha vuelto cliché— se ve forzado a veces, en virtud de su experiencia y habilidad, a realizar a regañadientes algunos trabajillos indeseados a las órdenes del servicio secreto francés. Las aventuras de Fridman son, pues, versiones en cómic de la novela de espías, novela que conocemos principalmente por su vertiente más simpaticona, la de las películas de James Bond basadas en las novelas de Ian Fleming; lejos del modelo heroico de este Bond con licencia para matar y que, en cuestión de mujeres, donde pone el ojo pone la bala, se alzó en los años setenta el mejor exponente de la literatura de espionaje, el inglés John le Carré —seudónimo de David Cornwell, estudiante en las universidades de Oxford y Berna, y más tarde profesor en la no menos prestigiosa Eton—. John le Carré, quien trabajó para el Foreign Office de su país en Bonn y Hamburgo, abandonó su trabajo al saborear las primeras mieles de su carrera literaria con El espía que surgió del frío, obra en que volcó sus numerosos conocimientos sobre el espionaje real y su erudición acerca de la telaraña burocrática de la guerra fría. Como les digo, Giardino sigue mucho más de cerca el modelo de le Carré que el de Fleming, y Max Fridman sigue mucho más de cerca —a pesar de las notorias diferencias— al famoso hijo de le Carré: el gordo, feo y viejo George Smiley —a quien dio vida el gran actor inglés Alec Guiness en una legendaria miniserie de televisión—, que al carismático, infalible e irreal 007.
Pero tampoco Fridman es Smiley, ni en espíritu ni en edad. De hecho, Fridman puede producir una sorpresa en el hipotético lector mexicano cuando éste, al comprar un álbum de esta serie, recele de si no estará en realidad comprando un pepín de las aventuras del canciller Jorge Castañeda. ¡Voto a Brios! ¿Será posible? Quizá la sospecha sea legítima, ya que se cuentan algunos antecedentes en la propaganda política mexicana más reciente, de los que procedemos a hacer un repaso: el ahora presidente de la república editó durante su campaña un tebeo de dudosa calidad artística titulado Superfox, donde con bombo y platillo se nos contaba la vida y milagros del hoy primer mandatario; recientemente, el PRD ha decidido aborregar a los habitantes capitalinos con la edición de unos ejemplarizantes engendros donde se nos desvela cómo la más humilde ciudadanía sobrevive, en el mejor estilo del bravísimo Memín Pinguín, a los avatares citadinos gracias a la gestión de los arrojados funcionarios del PRD. Ayer mismo [por 5 de agosto] el diario español El País publicaba un artículo de Juan Jesús Aznárez, corresponsal en México, donde informaba de la aparición de un cómic titulado ¡¡¡El cambio en México ya nadie lo para!!!, donde el presidente Fox nos cuenta los grandes cambios democráticos habidos en el país durante sus dos años de gobierno. El cáustico artículo de Aznárez remarcaba tristemente que los tres millones de ejemplares ya “fueron distribuidos en un país cuyos sectores populares consumen toneladas de cómics de baja estofa” (la cursiva es mía). Y en efecto, si las aventuras de Max Fridman se editasen en México, la primera reacción del lector sería la de sospechar que, otra vez, el merchandising se ha puesto al servicio del poder para exaltar la figura del polémico personaje público por medio de una plataforma a la que seguirían, cómo no, los muñequitos articulados, las camisetas, los nintendos y los juegos de rol. Pero no se trata de eso, ya que si bien el canciller Castañeda y Max Fridman se parecen casi como dos gotas de agua —o al menos, una de agua y otra de tequila blanco—, no son el mismo. Por otra parte, nadie en su sano juicio consideraría que un álbum ilustrado por Giardiano puede ser considerado como un producto de baja estofa.
Continuabit...

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