Esta es una vieja historia que me acompaña desde la infancia. Yo, Claudio, la mítica serie de televisión inglesa producida por la BBC, se estrenó en Reino Unido en 1976, y fue un éxito rotundo no sólo en su propio país, sino en todos los países donde se difundió. Desde su primera emisión, hace veintiocho años, su prestigio no ha hecho más que crecer hasta el punto de estar considerada como la obra maestra de todas las producciones dramáticas filmadas para la televisión. Hasta la fecha, que yo sepa, sólo le ha salido una rival: la también inglesa Brideshead Revisited (Retorno a Brideshead), que lanzó a la fama internacional a Jeremy Irons.
Yo, Claudio fue hasta 1976 un proyecto tan ambicioso como maldito. Basada en dos cumbres de la novela histórica moderna (Yo, Claudio y Claudio el dios y su esposa Mesalina, ambas de Robert Graves), Charles Laughton y Joseph Von Sternberg intentaron llevarla a la pantalla sin éxito. Recientemente, incluso, se ha estrenado en España una versión teatral interpretada por Héctor Alterio que ha sido recibida con bastante sorna. Es comprensible: mucho tuvo que lidiar el gran guionista inglés Jack Pullman para meter con calzador la novela río de Graves en apenas trece horas de novela filmada. Recortarla hasta las dos horas y pico no deja de ser una temeridad.
Supongo que en España se estrenaría en 1977 o 1978. El país ya estaba encarrilado en la transición desde una verdadera dictadura a una verdadera democracia, y la libertad creativa de cuantos trabajaron en Yo, Claudio pareció convertirse en un reflejo de lo que ya estábamos preparados para ver en una pantallita de televisión que se iluminaba por la noche en todos los hogares. La crudeza de la historia y los desnudos parciales de algunas actrices (hoy tan inocentes, pero todavía prohibidos en muchos países “avanzados”) parecían llegar de la Pérfida Albión para reconciliarnos a nosotros, españolitos de entonces, con la dura realidad de la Historia y con la suave visibilidad de la carne.
La primera vez que la vi, yo no era más que un crío, pero ya entonces pude darme cuenta de que me hallaba ante un prodigio. Nunca me olvidaré de la noche en que me quedé solo en casa porque no quise acompañar a mi familia en una noche de fiesta a cambio de perderme mi ración semanal de Claudio. Aquella noche tocó plato fuerte, nada menos que el capítulo IX titulado ¡Zeus, por Júpiter!, en el que Calígula (John Hurt, uno más entre un puñado de intérpretes gloriosos) abría en canal a su propia hermana embarazada de él y devoraba el feto. Aquella noche me di cuenta de que vampiros, monstruos y hombres lobo no podían existir porque los hombres los hubiéramos matado de miedo.
Más tarde he vuelto a ver la serie en nuevas ocasiones: dos veces más en España y dos veces en la televisión cultural mexicana (la segunda la grabé en vídeo para compartirla con mis alumnos de latín, pero todavía no lo he hecho; posiblemente, porque sólo soy capaz de ver esta serie en medio de un silencio privado casi religioso). La última vez ha sido esta semana, gracias al deuvedé. Compré la colección en España y he vuelto a tragármela completita. Cada vez que la veo me gusta más, y cada nueva vez me parece estar asistiendo a un milagro: todo es soberbio en esta obra maestra a la que no afecta el tiempo: la adaptación de Jack Pullman, que construye cada guión convirtiendo la historia de Roma en un thriller que te deja con el corazón en la boca. La dirección sabia y ágil de Herbert Wise; la cuidadísima recreación de interiores y de la vida cotidiana de los antiguos romanos, que parecen tan contemporáneos nuestros a pesar de su lejana distancia; la excelente interpretación de unos actores y actrices cuyo trabajo en esta serie es casi sobrehumano y bordea las cotas del más alto milagro artístico: Derek Jacobi en el papel de Claudio (hoy Sir Derek Jacobi; cuando interpretó a este personaje desde la juvntud a la ancianidad el actor sólo contaba 28 años), John Hurt (Calígula), George Baker (Tiberio), Brian Blessed (Augusto), Sian Phillips (Livia), Sheila White (Mesalina) y otro puñado de intérpretes cuya labor, en la mejor tradición del academicismo británico (donde están las mejores escuelas de actores del mundo) consigue un trabajo de tan grande altura que no ha sido superado hasta hoy. Es impresionante ver una producción de casi trece horas donde todos los actores, todos (hasta quien saca sólo una lanza) responden con verdadera maestría y compromiso a su cometido. Hasta los pequeños defectos que tiene la serie (una mosca que se posa sobre los actores en un capítulo; en otro, una actriz que muestra en primer plano la marca de la vacuna) sólo sirven para hacerla más grande por hacerla más humana. Como en El Quijote de Cervantes o en otras cumbres del arte humano, sus raros errores o despistes realzan el resultado final de una producción de la que se ha dicho que es "Pure sybaritic pleasure, like running your fingers through gold or fondling velvet".
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