Acabo de terminar el volumen 3 de Krazy and Ignatz, la reedición cronológica que Fantagraphics Books está llevando a cabo de las planchas dominicales de Krazy Kat, esa obra maestra llena de sueño, magia y poesía que George Herriman escribió y dibujó entre 1913 y 1944. Fantagraphics está reeditando la serie desde la primera plancha dominical de 1925, año en que debió detenerse la edición de Eclipse Books (que publicó en The Early Years el material comprendido entre 1918-1924). Fantagraphics explica en el volumen 1925-1926 que cuando el material editado alcance 1944, regresarán al proyecto de reeditar los Early Years.
Krazy Kat (ignoro por qué Fantagraphics no edita la serie con su título legítimo) nunca fue una obra popular. Es verdad que se editó en muchos periódicos de Estados Unidos durante más de tres décadas, y hasta llegó a existir una tonta serie de dibujos animados tan parecida al original como una margarita a un cardo borriquero; pero aunque la serie esté protagonizada por una gatita, un ratón y un perro policía, Krazy Kat nunca fue un producto de consumo infantil, y para colmo, los adultos que compraban los periódicos la entendían menos que los críos. Si la serie sobrevivió de milagro durante más de treinta años se debió a que el todopoderoso William Randolph Hearst, magnate de la prensa en cuyos periódicos se editaba Krazy, estaba enamorado de la singularísima poesía de sus imágenes y situaciones líricas. Es curioso que un individuo como Hearst, a quien tomamos como el monstruo que causó la ruina de Orson Welles por osar inspirarse en su vida para Ciudadano Kane, fuera el verdadero mecenas renacentista de esta obra maestra absoluta, rotunda, conmovedora, una obra llena de una inocencia y una belleza tan grandiosa que la emoción que nos infunde nos produce a veces terremotos internos.
Conocí Krazy Kat hace muchos años, en ediciones esporádicas: en la monumental Historia de los Cómics, de Toutain; en Clásicos del Cómic, dirigida por Joan Navarro; en Gran Aventurero, de Ediciones B... Planchas sueltas, a veces en colores majestuosos, pero nada más. Estaba bien, pero no funcionaba. Krazy Kat es una de esas obras gigantescas que no puede saborearse a sorbitos, de manera mezquina. No. Hay que sumergirse página tras página, mes tras mes y año tras año, en su mundo onírico, en sus desiertos y cañones de Nuevo México; hay que estar pendiente de los paisajes que cambian de una viñeta a otra sin que los personajes se muevan del punto donde conversan; hay que acostumbrarse a la extraña mezcla de ternurismo y crueldad que rezuma la relación entre el trío de amantes, y leerla cronológicamente, y en versión original, para enamorarse del inglés cuatrapeado de Krazy (quien, como Popeye, habla un inglés absolutamente degenerado e intraducible), y saborear la relación de Edad de Oro que estos animales parlantes, inmigrantes unos, mexicanos otros, indios nativos no pocos, cigüeñas y chinos, mantienen en un paraje real que la fantasía y sensibilidad de Herriman convirtieron en paraíso soñado: Coconino County.
En Krazy Kat, Herriman profundizó en una de las historias de amor más hermosas de toda la cultura popular del siglo XX, y sin quererlo, profundizó en la naturaleza eterna de una clase de amor: el amor cruel. Krazy es una gata enamorada (a veces es gato; Herriman siempre jugó con la ambigüedad), una gata enamorada de Ignatz, un ratón casado y con hijos que pasa el día buscando la ocasión de agredir a Krazy propinándole un certero ladrillazo en la cabeza. Y como no hay dos sin tres, también tenemos a un perro policía enamorado sin esperanzas de Krazy, Offissa Pupp, el cual dedica su vida a impedir que Ignatz agreda a Krazy. A pesar de su celoso empeño, cuando Offissa Pupp fracasa en su caballeresco afán, encierra a Ignatz en la única celda de la única carcel de Coconino County. Krazy ama sin esperanzas a Ignatz, y cada nuevo ladrillazo es para ella una muestra de amor que Herriman explicita dibujando metáforas visuales con forma de corazón y haciéndole susurrar un gatuno “Li´l ainjil” que es como un suspiro post-coitum ladrillero. Los demás personajes secundarios, animales mágicos en esta tierra esópica e irreal, sirven de comparsas en esta extraña y conmovedora relación de amor que se prolonga hasta el infinito. En este volumen tercero, que recoge la producción de Herriman entre 1929 y 1930, Krazy se enamoriscará de un zorro francés que desbanca a Ignatz de su corazón en un ciclo de planchas que rozan la perfección. La pobre Krazy, que tiene la desgracia de enamorarse siempre de hombres casados que la agreden, la manipulan o la engañan, volverá a quedarse sola una vez más, maullando sin rencores a la luna de Coconino County.
Ha habido muchos intentos de interpretar esta obra deliciosa, rica en matices y en hallazgos poéticos, pero todas las interpretaciones son más burdas y perecederas que la admiración que hoy produce todavía leer una a una las páginas de Herriman. Umberto Eco (lector habitual de cómics) la ha analizado meticulosamente; el minuscular poeta e.e. cummings escribió un ensayo sobre Krazy Kat, y algunos han querido ver en el trío protagonista la encarnación de la democracia, el fascismo y la anarquía. Todo esto no es más que un pálido reflejo. Un pálido reflejo por querer explicarnos a nosotros mismos por qué somos tan inmensamente dichosos cuando leemos Krazy Kat. No más racionalismo, por favor, quedémonos sólo con la magia. A fuerza de racionalizar y etiquetar, sería enormemente triste que en estos tiempos groseros y mercantiles alguien convirtiese a la divina y adorable Krazy en el icono de las víctimas de la violencia de género. No demos malas ideas a nadie.
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