La madrugada del miércoles 25 de octubre nos trajo la triste noticia de la muerte de
Rafael Ramírez Heredia con 67 años. Precisamente en estos días finalizaba yo la lectura de
Trampa de metal (1978), una obra más técnica que verdaderamente efectiva, apenas un atisbo de la maestría que llegaría a alcanzar el futuro autor de obras maestras como
El Rayo Macoy, los excepcionales relatos del volumen
Del trópico o la imprescindible novela
La Mara, obra magistral de la moderna narrativa mexicana que el tiempo marmoleará entre los clásicos. Se murió
Ramírez Heredia y al final tuve que quedarle mal, hecho que lamento con hondura y que comparto públicamente para mi vergüenza.
Yo me hallaba en Mérida, Yucatán, hace un par de años. Asistía a un congreso sobre comida y literatura denominado En gustos se comen géneros. Mi ponencia versaba sobre la recreación de la comida de los antiguos romanos en modernas novelas policiacas de género histórico. Rafael Ramírez Heredia había participado también con una conferencia magistral en la que aprovechó el tema para insultar públicamente al presidente Arbushto y llamarlo imbécil. La sala repleta se atiborró de palmas, de bravos y de olés que debieron complacer a este narrador torero que fue Ramírez Heredia. Asistí con alborozo al acto, me gustó el vitalismo de aquel hombre, su prosa vibrante, sus bigotes decimonónicos, su actitud combativa de intelectual progresista. Ni que decir tiene que aquel ídolo de multitudes me resultaba desconocido, pues nada había leído hasta entonces del maestro (muy mal por Vigueras). El congreso prosiguió, hicimos una visita nocturna a las ruinas de Uxmal. Comimos queso asado en un merendero próximo al fulgor todavía latiente de los mayas. En Uxmal contemplé el cielo estrellado más impresionante y amedrentador que he visto en mi vida y recordé a Nietzsche y a Góngora. Viajé de regreso a Mérida sentado detrás de Helena Poniatowska y Laura Esquivel, quienes conversaron apasionadamente durante dos horas, no sobre literatura, sino sobre trapitos, perfumes y colguijes. Vivir para oir.
La última noche de congreso las botellas corrieron, y algunas lo hicieron hacia el interior de mi estómago. Clausuré la melopea en mi cuarto con un cuarto de tequila blanco. Madrugué mucho y a las cinco y media de la mañana me hallaba en el recibidor del hotel, aguardando a que llegase el chofer de una camioneta que me conduciría al aeropuerto. Todavía no amanecía, y todo el hotel estaba impregado de esa luz de libro viejo que poseen los hoteles decadentes o de provincias donde todos los botones parecen un Spirou que no llegó a nada en la vida. En aquella soledad ocre llegué a sentir un poco de miedo. Fumaba para ahuyentar los bichos de la inquietud.
De repente se abrió la puerta del ascensor, y en vez de descubrir a un psicópata armado con un hacha, vi recortarse en la puerta a Rafael Ramírez Heredia. Fue directo hacia donde me hallaba y me dio una palmadita en el hombro como si me conociera de toda la vida, se sentó frente a mí y comenzó a darme conversación en aquellas legañosas horas de la madrugada. Debo decir que quedé enormemente sorprendido, pues a lo largo de mi vida he tratado con algunos escritores y académicos célebres y jamás me había encontrado con alguien con un carácter tan cordial como el de este escritor. En idéntica circunstancia, lo normal hubiera sido que el divo de turno se quedase merodeando alrededor de la conserjería del hotel, preguntándose con aspecto huraño quién sería aquel piojo que pugnaba contra el sueño en un sillón del vestíbulo. Por supuesto, Ramírez Heredia era un vitalista, un hombre enamorado de la vida y de las letras en la mejor tradición del gran Blaise Cendrars, y bajo ninguna circunstancia se hubiera permitido dejar pasar una oportunidad, una sola, de entablar conversación con un ser humano en cualquier circunstancia propicia. Durante quince minutos charlamos de diversas cosas, comenzando por las que rodeaban al congreso propiamente dicho: el banquete de queso asado, que Ramírez Heredia comió con fruición rodeado de admiradores a quienes él trató como colegas, la visita nocturna a Uxmal. Mostró interés por el tema de mi ponencia. Recuerdo que al principio le traté de usted, formalidad que él atajó enfáticamente: "No vuelvas a tratarme de usted". Le pregunté por su obra en proceso y comenzó a hablarme con pasión, la voz en alto y los ojos encendidos, de la novela en que trabajaba entonces y que acabó publicándose como La Mara:
—Es una novela sobre la inmigración, pero no sobre la inmigración de la que tanto se habla; no la inmigración de mexicanos a
Estados Unidos, sino sobre una mucho más dramática que nadie ha abordado hasta ahora: la inmigración de guatemaltecos a
México. Personas que quedan varadas en los villorrios de la frontera, que tienen que prostituirse para sobrevivir, que malviven hacinados en cuartuchos, que entran en las filas de la
Mara Salvatrucha… Gente a quienes los oficiales de la migra mexicana tratan mucho peor que como a nosotros nos tratan los gringos. Para entrar en México, yo he estado ahí, he visto cómo los guatemaltecos aguardan en la selva escondidos a que pase un tren de mercancías, y entonces, cuando pasa junto a ellos, una multitud abandona la maleza y salta hacia el tren y se aferra a cualquier agarradera. Yo he estado ahí y lo he visto -volvió a insistir-. ¡Yo mismo he tomado ese tren en la selva!
—¿Y cómo se titulará esa novela? -quise saber, ya bastante interesado en el tema de la novela, y con ganas de devorarla de una sentada. Ramírez Heredia tenía esa gran capacidad de persuasión de la que carecemos la mayor parte de los seres humanos.
—¡Satanachia! -respondió con énfasis. Debí hacer algún gesto de extrañeza, porque enseguida apostilló-. Es un nombre inventado, claro, el nombre de un río imaginario: el que separa Guatemala y Chiapas, Chiapas y Satanás: ¡Satanachia!
Satanachia. A esas alturas de nuestra conversación yo me hallaba completamente cautivado con aquel hombre pequeño de enormes y singulares bigotes. Volvió a abrirse la puerta del ascensor, y con pereza se unieron a nosotros tres congresistas más. No tardó en llegar el chofer para conducirnos al aeropuerto, y durante el viaje, Ramírez Heredia volvió a contar el argumento de su novela a los demás pasajeros de la camioneta. Eso sí, insistiendo una y otra vez a quien rompía la única regla áurea del divertido trayecto: "¡No vuelvas a tratarme de usted!"
Sólo Ramírez Heredia y yo íbamos a tomar aquel madrugador vuelo al Deefe. Se separó de mí para dirigirse a la línea de pasajeros de clase premier. "Nos vemos en México", me dijo antes de formarse en su fila. Por supuesto, yo no tenía ni la más mínima esperanza de volverlo a ver en mucho tiempo, aunque me había prometido encontrar sus libros y leerlos. El vuelo duró las dos horas cortas acostumbradas, dos horas durante las cuales dormité con enorme gusto. Al desembarcar del avión, me quedé de una pieza al darme cuenta de que Ramírez Heredia me esperaba en la salida.
—¡Vamos! -me dijo como un general, antes de echar a caminar a paso marcial- Te acompañaré hasta tu puerta de embarque.
Durante los cinco o seis minutos que tardamos en llegar a la sala donde debería esperar el avión de Juárez continuamos hablando de esto y de lo otro. Me contó que tenía un piso en Madrid, y muchos amigos en España, que le encantaba el vino rojo de la Ribera del Duero... Antes de despedirse, extrajo una tarjeta de presentación de su cartera y me la tendió.
—Sigamos en contacto. Escríbeme.
Balbuceé que así lo haría mientras él echaba a caminar lejos de mi vista. Antes de desaparecer por una escalera mecánica, se volvió de nuevo hacia mí y me señaló con el dedo: "¡Escríbeme!"
Y esta es mi anécdota con el escritor mexicano que nos dejó para siempre hace unas semanas. Ni que decir tiene que en cuanto llegué a Juárez busqué sus libros en la biblioteca universitaria y leí El Rayo MacCoy y Del trópico. Ni que decir tiene que los relatos de su libro Del trópico me fascinaron por su facilidad para recrear ambientes y evocar colores, aromas, sabores… Para construir un universo de sensaciones alrededor de la lectura capaz de transportarte muy lejos. Investigué más y descubrí que Ramírez Heredia había sido uno de los renovadores de la novela negra escrita en español durante los años 70. Siempre tuve el pendiente de escribirle. Primero no lo hice porque me daba vergüenza que me leyera sin conocer más su obra. Luego no le escribí porque no era capaz de decirle nada sobre su obra que no fuesen vaguedades intrascendentes. Luego no le escribí porque esperaba mi confirmación como coordinador de la Maestría en Cultura e Investigación Literaria para, conocedor de su amplia experiencia como tallerista en México y en el extranjero, invitarle formalmente a visitar nuestra universidad para impartir un curso a nuestros estudiantes. Luego no le escribí porque Rafael Ramírez Heredia se me murió el 24 de octubre.
Quede aquí, como signo de mi vergüenza y arrepentimiento, esta breve semblanza de un breve encuentro. Quede aquí este escrito, un poco como homenaje al narrador que se ha ido y como penitencia por el e-mail que nunca le escribí. Ojalá, maestro, allá donde estés reconozcas que, al final, pinche pendejo de mí, he tenido que escribir este rollo tan largo para pedirte perdón por no haberte escrito nunca un breve correo para decirte algo así como: "Hola, qué tal. Sigue escribiendo así de cojonudo, porque tu literatura nos hace un montón de falta".
Publicado en El Reto de Ciudad Juárez, # 361, 10 de noviembre de 2006